miércoles, 26 de octubre de 2022

Prólogo

 Cuando él cerró la puerta, ella deseó con todas sus fuerzas que con él y con su maleta se llevara las noches que pasaría sin dormir pensando en lo que pudo haber sido y no fue, en lo que fue y no tenía que haber sido, y en lo que estaba a punto de ser.

Antes de que pudiera derramar una sola lágrima, antes siquiera de volver a coger aire porque se le había olvidado respirar, el llanto de su hija la devolvió a la realidad. Se acababa de despertar de la siesta y reclamaba, como cada tarde, el abrazo cálido de su abnegada madre. Su hermano mayor jugaba en su habitación con sus cochecitos, ajeno a la nueva vida que su madre estaba a punto de emprender.

«Maravillosa y bendita inocencia infantil. Que te dure muchos años, mi amor», pensó su madre mientras caminaba hacia la habitación de su hermana.

Una vez tuvo a su hija en brazos, se miró al espejo y vio a una joven madre llena de heridas que nadie más supo advertir, que nadie más que ella podía curar. Y entonces lo tuvo claro.

Miró de nuevo y fijamente esos ojos arrasados por los destrozos que dejan los sueños rotos y se dijo:

Nadie nos contó esto, ¿verdad? Crecer duele. Pero tú puedes, nosotras podemos. Es momento de recoger todos tus trocitos, rehacerte, sanar todas y cada una de tus heridas, olvidar lo

malo, mantener vivo e intacto lo bueno y salir ahí fuera. ¿Me oyes? ¿Quieres conciliar? Pues lucha,

pelea, emprende. ¿Necesitas llorar? Pues llora, pero hazlo de verdad, al desnudo, toda tú.

—¿Y si mis hijos me ven? —preguntó la madre real.

—Pues que te vean. En esta casa también se llora. La tristeza y la melancolía son emociones

tan válidas como la felicidad o el entusiasmo. Son las que nos hacen explorar las profundidades de nuestro ser más íntimo, las que consiguen que nos movamos, que cambiemos, que mejoremos.

—¿Y si no tengo todas las respuestas a las preguntas de mis hijos?

—No pasa nada. Nadie las tiene. Tú tampoco. Sabrás encontrar las respuestas con una caricia, con un abrazo, con el amor que derrochas por cada poro de tu piel. ¡Eres amor!

—¿Seré capaz de enamorarme de nuevo?

—¿Qué si serás capaz? —preguntó entre risas la madre del espejo—. Te recuerdo que antes de ser madre eras mujer. Y sigues siéndolo, ¿o no? No solo te enamorarás, sino que enamorarás allá por donde pises en cuanto te liberes. En cuanto te despojes de todos los lastres que te impiden ser una mujer real y libre. Te enamorarás como hasta ahora no te habías enamorado y te entregarás total y absolutamente al amor, sin fisuras y sin miedos; desde la madurez y la libertad que te da el haber pisado por esas tierras antes. ¿Y sabes qué? Que si decides compartir tu vida con otro hombre lo harás porque le quieres, no porque le necesites. Esto ya te lo contaré más adelante, querida..., cuando llegue el momento.

—¿Y la culpa? ¿Cómo la gestiono? —preguntó la madre real algo más tranquila ya.

—¿La culpa, cariño? La culpa para el que roba, para el que mata, no para el que ama. Se acabó la culpa. ¿Me oyes bien? Se acabó la culpa. ¿Qué te creías? ¿Qué la maternidad era un camino de rosas? ¿Un cuento de hadas con príncipes azules, bellas damas, hijas con largas trenzas y castillos en las montañas? No, querida, ahora ya ves que no.

La maternidad y la paternidad no son un reinado; son un viaje, un intenso, maravilloso e irrepetible viaje en el que, tras las caídas, las lágrimas, los miedos y las sombras, descubrirás que todo ha merecido la pena. Que no habrá experiencia más fascinante en toda tu vida que la que estás viviendo ahora.

—¿Y el padre de mis hijos?

—El padre de tus hijos está hablando ahora mismo con su yo en el espejo, que le está diciendo exactamente las mismas palabras que te digo yo a ti. La maternidad —la paternidad— es un sentimiento universal. Desde el mismo instante en que ambos deseáis lo mejor para vuestros hijos, desde el mismo momento en que ambos estaríais dispuestos a dar vuestra propia vida por ellos, estáis unidos para siempre.

Hombres y mujeres somos diferentes, sentimos diferente, tenemos distintas velocidades, distintos tiempos, pero en lo esencial, en lo verdaderamente importante, compartimos la misma esencia: el amor hacia nuestros hijos, lo mejor de nuestras vidas. Guarda y conserva este sentimiento. Llévalo contigo allá donde vayas. Siempre.

—Lo haré —contestó la madre real embargada por la emoción mientras seguía mirando su imagen en el espejo y a su hija acurrucada en su regazo.

—Y te voy a decir una última cosa: se acabó ser la mujer perfecta, la profesional perfecta, la compañera perfecta, la amante perfecta, la amiga perfecta, la hija perfecta, la hermana perfecta y, por supuesto, la madre perfecta. ¡Basta ya!

Porque para ser una buena madre no hace falta ser una madre perfecta. ¡Tú eres una madre maravillosamente imperfecta!

—¿Estás lista para comerte el mundo?

—Sí, lo estoy —contestó firmemente.

—¿Estás preparada para salir ahí fuera?

—¡Claro que lo estoy!

—¡Pues vamos a por ello! ¡Salgamos ahí fuera! Pero escúchame, con la cabeza alta, tan alta como tus sueños, porque tú, querida, siempre has soñado a lo grande y, ahora, lo harás más que nunca. ¿Estás lista?



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