lunes, 31 de octubre de 2022

Yo juzgo, tú juzgas, él juzga

 Hija, no juzgues.

Como te ves, me vi.

Como me ves, te verás.

15 de agosto de 2016

Para muchísimas familias empiezan sus vacaciones; para otras muchas acaban. Para algunos es un día más, este año no se pueden permitir salir de casa. Para miles de hogares supone despedirse o reencontrarse con sus hijos tras pasar quince días con su otro progenitor. Para muchos niños es el inicio de la escuela de verano; para otros muchos, el final. Para algunos aventureros el día en que se van de campamento; para otros, el día de regreso. Para muchos abuelos el día de llegada de sus nietos al pueblo; para otros, el día de volver a casa.

Para mí suponía el feliz reencuentro con mis hijos, tras dos largas semanas sin ellos. Esa misma mañana aterrizaba en Madrid tras más de veinte horas de avión. La quincena sin niños es tan larga que cuando mi amigo Juanjo nos propuso irnos con ellos a Japón no lo dudé ni un instante: mente ocupada, buena compañía, viaje soñado y niños felices con su papá. Los ingredientes perfectos para pasar su ausencia relajada y feliz. Cuando aterricé en España y encendí el teléfono, el primer mensaje que recibí fue:

«Quizá todos los días no sean buenos, pero siempre hay algo bueno todos los días.»

Y sonreí. Para mí, ese justamente era un gran día. Sin pensarlo dos veces, compartí esa frase en mis redes sociales con un «y yo hoy abrazaré a mis hijos, los besaré y los acariciaré tras quince días sin verlos. No necesito más».

Fue un guiño inconsciente hacia los miles de familias que se encuentran en mi situación y en la situación del padre de mis hijos en verano. Las reacciones no se hicieron esperar y el guiño fue captado por cientos de personas conectadas con mis mismas emociones. No hicieron falta más palabras que estas y, aunque nadie sabía de mi situación particular, las palabras llegaron. Pero no os equivoquéis, las palabras llegan y en ocasiones acarician el alma, otras la arañan, y algunas otras la golpean y la lastiman, como hizo la protagonista de esta historia.

Entre las docenas de comentarios, de pronto llamó mi atención uno de ellos, por su nula empatía, por su despiadada manera de juzgar y, sobre todo y por encima de todo, por la pena al pensar en el pésimo ejemplo que esa mujer les estaba dando a sus hijos con juicios de ese calibre: «¡Pues es muy fácil! Esa pena se acaba no dejándolos para irse de vacaciones. Yo sería incapaz de dejar a mis hijos para ir a disfrutar».

Inmediatamente después, otra lectora le contestó: «¿No te has parado a pensar que quien se separa de sus hijos puede ser porque esté divorciada? ¿O porque esté trabajando y tenga que dejarlos

con los abuelos, o porque quiera irse con su marido a solas, que también es necesario?».

El resto de la conversación no merece la pena ser reproducido, porque la protagonista en

cuestión terminó faltando al respeto a la segunda, quien muy inteligentemente ignoró completamente sus insultos.

«No juzgues y no serás juzgada», me repetía mi padre incesantemente durante mi adolescencia, cuando fruto de mi efervescencia hormonal criticaba duramente a quien no pensara, sintiera u opinara como yo.

Si decides dar lactancia artificial a tu hijo, eres una mala madre. Si por el contrario mantienes una lactancia prolongada más allá de los dos años, te señalarán con el dedo conocidos y desconocidos argumentando que «eso es puro vicio». Si practicas colecho, estás dinamitando tu vida sexual. Si sacas a tu bebé a los seis meses de la habitación, eres una desalmada. Si optas por el baby led weaning (BLW) como alimentación para tu hijo, vas de moderna, pero si no decides introducir los trozos hasta los diez meses es que «estás criando a tu hijo en una burbuja».

Si te incorporas a trabajar al cuarto mes sin cogerte ni siquiera el permiso de lactancia, eres un bicho raro. Si te coges una excedencia por un año, eres una mala compañera. Si decides viajar sin niños, eres una egoísta; si no haces un solo plan sin contar con ellos, es que tu matrimonio se ha terminado.

Si contratas a una canguro para salir a cenar con tu marido y tomar una copa, sois los peores padres del mundo, si además dejáis a los niños con los abuelos algún fin de semana simplemente para dormir y sobrevivir, «la paternidad os ha venido grande».

Si apuntáis a los niños a un colegio privado, sois unos elitistas. Si no hacen actividades extraescolares, sois los raros del colegio.

—Y tú, ¿a qué actividades extraescolares has apuntado a tu hija? —me preguntó una madre a la que apenas conocía en la puerta del colegio el año pasado.

—¿Yo? A ninguna —le dije sonriendo mientras veía a mi hija salir corriendo con los brazos abiertos dispuesta a darme el abrazo más grande de la historia.

Al avanzar unos pasos para recibirla, escuché cómo le dijo a su amiga:

—Se ve que esta madre pasa de todo.

Sonreí más todavía y apunté mentalmente en mi lista de juicios un calificativo más: madre pasota. Lo que nunca le conté a esa madre es que mi hija con seis años no necesitaba ser la próxima promesa del Ballet Nacional Ruso ni convertirse en discípula de Dalí. De hecho, al llegar a casa le faltaban horas en la tarde para hacer todas sus actividades extraescolares: merendar con su hermano y conmigo mientras compartíamos divertidas anécdotas, salir a jugar con sus amigas en la urbanización, pelearse y reconciliarse tres veces con su hermano en la misma tarde, ensayar el baile sorpresa que estaba preparando para el cumple de una amiga, regar las plantas, dar de comer a las tortugas, ponerse los patines y lanzar desde lo lejos sus carcajadas mientras hacía carreras con los chicos, esconderse en el baño con su vecina Irene para cogerme mi estuche de maquillaje y dejar mi lápiz de ojos sin punta y la barra de labios inservible... Darse un baño de espuma con sus muñecas sin dejar de hablar un solo segundo mientras yo le desenredo el pelo y ella se lo desenreda a sus Barbies; elegir el cuento de la noche y por último dejar que mamá le rasque la espalda mientras viene el Arenero, ese ser diminuto que se cuela en la cama de los niños, trepa por los brazos, se agarra a la oreja, camina despacito por las cejas y suelta sus polvitos de arena mágicos sobre los ojos aún abiertos para llevarlos a un placentero y dulce sueño...

Si decides tener un solo hijo, definitivamente eres muy egoísta. Si tienes cinco hijos directamente serás del Opus. Si te gusta un buen taconazo y llevar los labios pintados de rojo, eres una pija. Si no tienes tiempo ni para mirarte al espejo y vas como puedes, es que «no cuidas nada tu imagen».

Si tu pareja es otra mujer, las miradas descaradas están garantizadas. Si tu pareja es un hombre mayor que tú, a saber por qué estás con él. Si por el contrario tu marido es mucho más joven, pasas a ser «la lista del barrio» y si directamente has decidido tener a tu hijo en solitario, sin padre reconocido, entonces ya te aconsejo que te mudes y te inventes que eres viuda, que eso siempre queda bien.

Si les das de comer productos ecológicos, eres una hippy; si cansada de tirar papillas hechas por ti le compras potitos, estás envenenando a tu hijo.

Por mi consulta pasan cada semana muchas madres primerizas, otras tantas con varios hijos.

Tengo a madres monísimas sacadas de revista: altas, guapas y esbeltas; veo a muchísimas más ojerosas, rellenitas y con alguna que otra cana. Veo a madres solteras, casadas, divorciadas, tatuadas, banqueras, empresarias, maestras, amas de casa, autónomas o funcionarias.

Veo a madres con las ideas muy claras y a otras que naufragan en un mar de dudas. Si lloras, eres una llorona; si no lloras, eres demasiado fría.

Da igual lo que hagas, da igual lo que digas, da igual el acuerdo al que hayáis llegado como pareja. No importa si le haces caso a tu madre, a tu amiga o a tu vecina. Ni siquiera importa si lo haces bien o mal; ni incluso si eso y no lo otro es lo que deseas hacer. Todas ellas, todas nosotras, nos hemos sentido juzgadas.

¡Basta ya! La maternidad es sagrada.

Teta, biberón. Guardería, sí; guardería, no. Colegio religioso o laico. Colecho o cama. Fútbol o ajedrez. Casada, divorciada, sin pareja o con las parejas que te dé la gana. Vacaciones en familia, con amigos o con tu marido. ¿Y a ti qué más te da?

No a los trajes de talla única. No a los modelos familiares únicos. No a los juicios y prejuicios. Tenemos que estar unidas en esto, porque la vida me ha enseñado que...

Por donde yo estoy pasando ahora, quizá pases tú mañana.

Por donde dije que nunca pisaría, ahora salto y bailo.

Lo que critiqué, juzgué y reproché duramente ahora me hace feliz.

Lo que en su día me hacía reír ahora me hace llorar, y los motivos por los que lloraba ahora me roban una sonrisa, incluso una carcajada.

Que al fin y al cabo esto es un viaje, y, a diferencia de lo que nos han contado, es un viaje muy largo con muchas paradas.

Que la humildad y la empatía no han de faltar nunca en mi equipaje.

Que los consejos que recibes hoy quizá los estés dando mañana.

Que compartimos camino y descanso, y que donde yo paré a tomar aire quizá pares tú mañana.

Que la experiencia es un grado y que he de escuchar más a mis mayores.

Y para terminar, una vez más, las palabras de mis padres vuelven a mí. Aún escucho a mi

madre decirme:

«Lucía, no juzgues. Como te ves, me vi. Como me ves, te verás.»





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