lunes, 31 de octubre de 2022

Pues a mí me funciona

 Menudas chorradas se tienen que escuchar.

Dirán lo que sea, pero yo he criado a tres niños y a mí me funciona.

Os contaré tres películas que, aunque parezcan de ciencia ficción, no lo son.

Primera película

En el año 2014 fue publicado un documento de consenso por el Comité de Lactancia Materna de la Asociación Española de Pediatría y el Grupo de Trabajo de Muerte Súbita Infantil tras años de estudio donde determinan los factores de riesgo identificados en la muerte súbita del lactante.

He conocido a pocas familias que hayan pasado por ello, pero en todas las consecuencias personales y familiares han sido devastadoras. Entre los factores de riesgo claramente asociados a las muertes y conocidos desde hace ya más de una década, está el dormir boca abajo. De hecho, desde que se cambiaron las recomendaciones con respecto a la postura para dormir y se hicieron campañas animando a los padres a poner a sus hijos a dormir boca arriba, las muertes se redujeron casi un 40 por ciento.

Son datos contrastados, publicados por organismos oficiales y avalados porcomités científicos nacionales e internacionales.

Pues bien, he sido testigo en no pocas ocasiones de comentarios tales como (cito textualmente):

—Menuda chorrada. Tengo tres hijos, los tres han dormido boca abajo y a ninguno le ha pasado nada.

—A ver si os ponéis de acuerdo, a saber qué tipo de intereses hay detrás de cambiar todo el rato las recomendaciones. Yo a mi hijo siempre le he puesto boca abajo porque dormía mejor y me ha funcionado. Dormía como un bendito.

—¿Sabré yo, que soy su madre, cómo duerme mejor mi hijo? Boca arriba llora, boca abajo duerme. No necesito nada más, para eso soy su madre.

—¡Hay que ver cómo se aburre la gente! Madres del mundo, poned a dormir a vuestros hijos como os dé la santa gana.

Segunda película

Hace unos meses una instagrammer de moda publicaba una foto de su hijo de no más de ocho meses con un collar de bolitas de ámbar popularmente conocido por aliviar las molestias dentales, cosa que no es cierta desde el punto de vista científico. Una compañera pediatra con muy buen criterio deja un comentario: «Ese tipo de collares están desaconsejados en los lactantes por riesgo de atragantamiento, estrangulamiento y asfixia».

Y no le faltaba razón.

«Efectivamente», pensé al leer su comentario, sabiendo de antemano la reacción en cadena que esa simple y certera recomendación generaría.

No me equivoqué. Los comentarios se multiplicaban por docenas. He aquí una pequeña muestra:

«¡Sí, claro! Le voy a poner yo a mi hijo algo que le pueda hacer daño, ¿no? ¿Crees que soy una mala madre? Lo he usado con mi bebé y ha dejado de quejarse de los dientes. ¡Funciona!»

«Tú dirás lo que quieras, pero a mí me funciona. ¿Estrangulamiento? Y yo soy tan tonta que no me doy cuenta, ¿no?» recomendaron mis amigas y fue mano de santo.»

«¡Podéis dejar a esta madre tranquila! ¡Que le ponga los collares que quiera! Si a ella le funciona, es suficiente.»

Había más de trescientos comentarios; tras leer una veintena de ellos, apagué el móvil y fui a darme un chapuzón en la piscina con mis hijos.

Tercera película

«¿Cuál es el mejor tacatá? El que no se usa» es lema de la Asociación Española de Pediatría en consonancia con la comunidad científica internacional, incluida Canadá, donde se ha prohibido su venta. ¿Por qué? Porque los estudios nos dicen que...

  • Entre un 12 y un 33 por ciento de los niños que utilizan un andador sufrirán un accidente.
  • El riesgo de caerse por unas escaleras se multiplica por cuatro con respecto a los niños que no lo utilizan.
  • Tienen el doble de riesgo de sufrir un traumatismo craneoencefálico y fracturas de brazos y piernas, y mayor riesgo de quemaduras e intoxicaciones.

Debido al enorme interés que despiertan estos «juguetes» y la cantidad de preguntas que me hacen en la consulta con respecto a ellos, decidí escribir un artículo compartiendo con los demás los últimos estudios y las recomendaciones respecto a su uso. Mientras lo redactaba, sabía positivamente que levantaría un poco de revuelo, nunca imaginé el huracán que finalmente se formó. Los comentarios que leí me pusieron los pelos de punta.

«Este artículo es una tontería. De toda la vida de Dios se ha utilizado el tacatá y nunca ha pasado na», dijeron unos.

«Menuda bobada, he utilizado el tacatá con mi hija y lo volveré a utilizar con mi hijo. Les ha ayudado mucho y nunca se han caído. Además, yo sigo mi instinto y mi instinto me dice que les gusta y, como les gusta, lo seguirán utilizando», dijeron otros.

«Pues vaya chorrada. La culpa no es del tacatá, la culpa es de los irresponsables de sus padres, que no saben cuidar de sus hijos», dijo una madre muy osada.

Sé que el tener una pantalla delante da mucho juego para que la gente escriba lo que le viene en gana, aun faltando al respeto de quien lo lee, que en este caso soy yo y mis más de cien mil seguidores en redes sociales. Pero resulta que las cosas no funcionan así. La vida no va de esto. Al menos no la mía.

Antes de continuar, aclaremos algunos conceptos. Cuando hablamos de evidencia científica no hablamos de experiencias personales. Son ligas diferentes.

Yo os puedo contar mi experiencia con mi hijo cuando no quiere hacer los deberes, lo que me funciona y lo que no. Eso es experiencia personal. Incluso podría contaros lo que hago con los pacientes de mi consulta, lo que he encontrado útil y lo que no. Eso es experiencia profesional. Pero evidencia científica son palabras mayores. Ni es experiencia personal ni profesional: son conclusiones de grupos de expertos tras años de estudio y seguimiento no de tu hijo y del mío, no; ni siquiera de los niños de mi barrio o de mi ciudad, tampoco. Son los datos de miles de niños tras un complejo proceso analizando todas las variables disponibles que puedan afectar a los resultados. Eso es evidencia científica. ¿Es irrefutable la evidencia científica? Por supuesto que no, nosotros los médicos estamos muy acostumbrados a tener que ir adaptándonos y a veces cambiando nuestras recomendaciones en función de los últimos resultados tras años de investigación. A eso se le llama progreso. Pero, de ahí a poner en duda documentos de consenso y protocolos avalados por instituciones científicas porque «a mí me funciona», hay un peligroso y amenazante abismo.

«Este artículo es una tontería. Toda la vida de Dios se ha utilizado el tacatá y nunca ha pasadona.»

Sí y no. «Toda la vida de Dios se ha usado el tacatá», sí, así es. Pero «nunca ha pasado na», rotundamente, no. Sí pasa, lo que ocurre es que tú no lo has visto. Los accidentes llegan a los hospitales. Recordemos los datos: entre un 12 y un 33 por ciento de los niños que utilizan un andador sufrirán un accidente.

Conclusión: el hecho de que nosotros desde nuestra experiencia personal no lo hayamos visto no significa que no exista.

«Menuda bobada, he utilizado el tacatá con mi hija y lo volveré a utilizar con mi hijo. Les ha ayudado mucho y nunca se han caído. Además, yo sigo mi instinto y mi instinto me dice que les gusta, y como les gusta, lo seguirán utilizando.»

¿Crees de verdad que, con tu experiencia personal con tu hijo, incluso con tus sobrinos y con los hijos de tus cinco amigas, puedes extrapolar los resultados a los de los millones de niños que habitan en el mundo? ¿Lo crees de verdad? ¿Crees que en un tema tan serio como la seguridad infantil, cuando los datos son aplastantes y están avalados por comités científicos, cuando los accidentes infantiles son la primera causa de mortalidad infantil, uno se puede guiar por el instinto o por el «como a mi hijo le gusta, se lo doy»?

«Pues vaya chorrada. La culpa no es del tacatá, la culpa es de los irresponsables de sus padres, que no saben cuidar de sus hijos.»

Os confieso que este comentario logró ponerme mal cuerpo. Decidí no contestar, porque si algo he aprendido en estos años es a no enfrentarme inútilmente a nadie, no me gusta discutir. Sin embargo, ahora, tras unos meses y ya más calmada, a esta madre le diría, y esto sí es experiencia personal...

Cuando he visto a padres enloquecer tras perder a un hijo por un accidente infantil, cuando atiendo a familias enteras que llegan aterradas a un servicio de urgencias porque sus hijos se han caído por las escaleras, de la cama o del cambiador; cuando le ha golpeado un coche mientras estaban esperando en un paso de cebra y el niño se ha adelantado, o han sacado a su hijo del fondo de la piscina o de la bañera con apenas un palmo de agua; cuando el pequeño se ha quemado con la plancha, con la sopa de pollo o con el tubo de escape de una moto..., ¿sabes lo que han dicho todos los padres cuando han sido capaces de hablar? ¿Todos, sin excepción?

«Pero... si solo fue un segundo.»

Ya conocéis este maldito segundo. Un segundo es el tiempo en contestar una llamada, mirar simplemente el móvil, agacharte a coger una moneda que se ha caído al suelo, sacarte una motita de polvo que se te ha metido en el ojo, atarte los cordones, darte la vuelta para reñir al hermano... En fin, vivir.

Es más, cuando a cualquier padre o madre le preguntas qué es lo más grande de su vida, todos contestan: «Mi hijo».

Cuando vas más allá y los invitas a pedir un deseo, todos deseamos lo mismo: salud para nuestros hijos.

Cuando les preguntas si crees que son padres responsables, todos dicen que por supuesto, que darían su vida por sus hijos, como la daría yo ahora mismo por los míos, sin pensarlo y sin equipaje.

Pero la realidad es que «las LESIONES constituyen la primera causa de muerte en la infancia en la Unión Europea. Son también la principal causa de dolor, sufrimiento y discapacidad que a lo largo de la vida pueden tener consecuencias graves sobre el desarrollo físico, psíquico y social del niño lesionado», dicho por la Asociación Española de Pediatría y su Comité de Seguridad y Prevención de Lesiones no Intencionadas en la Infancia.

Y esto es una realidad.

Nosotros, los padres, disponemos de la información y somos nosotros los que tomamos las decisiones por nuestros hijos hasta que ellos sean capaces de tomarlas por sí mismos. En nuestra mano está asumir o no los riesgos y sus consecuencias. Y eso sí es nuestra responsabilidad.



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