lunes, 31 de octubre de 2022

En esta casa está permitido llorar

 Y no era momento de que yo llorara su pena, aunque lo hubiese hecho, era momento de acompañarle en la suya.

Soy médico, conozco una lista interminable de medicamentos para el dolor, para la fiebre, para la enfermedad, pero no para el llanto.

¿En qué momento hemos asumido que llorar es de débiles, es de «niñas» y de tristes? ¿En qué momento hemos empezado a ocultarnos, a ponernos máscara sobre máscara, a simular una perfección inexistente e irreal? ¿En qué momento la vergüenza, la culpa y la frustración han teñido nuestras miradas al mismo tiempo que derramamos unas sentidas y amargas lágrimas?

En esta casa se escuchan muchos besos por la noche, carcajadas alrededor de la mesa de la cocina y brincos infantiles a la entrada cuando suena el timbre y aparecen los abuelitos de sorpresa.

En esta casa buena parte del tiempo se escucha música, se canta, se baila. Sí, en esta casa se baila mucho. En esta casa las tardes de viernes ponemos el canal de música de la televisión y jugamos a hacer playback mientras sujetamos un lápiz a modo de micrófono e imitamos al más puro estilo de Tu cara me suena a los artistas nacionales e internacionales. En esta casa bromeamos, nos pintamos las uñas y jugamos a las muñecas. En esta casa nos damos sustos escondidos tras la puerta, nos hacemos cosquillas las mañanas de domingo y le pegamos patadas al balón en el jardín.

En esta casa jugamos al Monopoly las tardes de lluvia, nos acurrucamos en el sofá bajo la manta y soñamos despiertos o dormidos, pero soñamos.

En esta casa soñamos a lo grande, porque soñar nos mantiene vivos, porque no concibo mi vida sin una larga lista de sueños.

—Niños, si ahora mismo no tuvierais colegio, si nosotros no tuviésemos que ir a trabajar y además nos tocara la lotería, ¿qué haríais? —les pregunté a mis hijos hace unos días.

A Covi, mi hija pequeña, se le iluminaron los ojos como si ya fuese una realidad lo que le acababa de contar y, sin pensarlo dos veces, dijo:

—¿Yo? Jugar, jugar, jugar. —Y levantó sus bracitos, abriéndolos mientras miraba al cielo.

—Pues yo —añadió mi hijo Carlos— me quedaría en casa a ver una buena peli con palomitas, los cuatro sentados en el sofá y luego iría a comer un arroz lavanda.

—¿Lavanda, cariño? —le dije conteniendo la risa—. Será a banda, un arroz a banda.

—Sí, eso he dicho —dijo él con una sonrisa pícara—. Y luego podríamos volver a Menorca de vacaciones.

Mientras escuchaba a mis hijos, miré emocionada a mis padres, que estaban allí esa mañana. Sé que me leyeron el pensamiento; lo supe al ver cómo asentían lentamente con la cabeza y me sonreían amorosamente.

Sí, sus sueños no eran nada caros, nada difíciles de conseguir. Me emocioné mucho cuando luego lo hablábamos él y yo en la cama, en el silencio de la noche, mientras ellos ya dormían. Esa noche había tenido un día especialmente difícil, uno de esos días sin carcajadas, sin risas, sin brincos, sin bailes ni Monopoly. Uno de esos días en los que no necesitas demasiadas palabras, solamente una mirada certera de apoyo, una mano que seque tus lágrimas y un cuerpo al que abrazar. Afortunadamente lo tuve.

En esta casa hablamos mucho, compartimos, sentimos, y a veces lloramos. Sí, en esta casa también se llora, está permitido llorar.

Covi sigue viviendo en un maravilloso e inocente mundo de fantasía donde todo se puede borrar y volver a colorear, donde no hay imposibles, donde no existe el pasado ni el futuro; un mundo que se puede arreglar escribiendo una carta a los Reyes Magos, un mundo en el que un beso todo lo cura. Mi hijo Carlos, sin embargo, empieza a tener un pasado, un presente y un futuro. Se está haciendo mayor y con los años sus preguntas son más complejas, más elaboradas, más difíciles de contestar; sus miedos, más justificados, más reales, más palpables; y sus penas podrían ser las mismas que las de cualquiera de nosotros, incluidas las mías.

—Es que necesito llorar —me dijo conteniendo aún sus lágrimas mientras se llevaba sus dos manos a la cara y se acercaba a mí, lentamente, pero dolorosamente abatido.

—Pues llora, cariño, llora. No pasa nada, mamá está aquí contigo.

Y no era momento de que yo llorara su pena, aunque lo hubiese hecho, era momento de acompañarle en la suya.

Soy médico, conozco una lista interminable de medicamentos para el dolor, para la fiebre, para la enfermedad, pero no para el llanto.

Podría haberle distraído, podría haberle puesto un parche disfrazado de juguete, de bizcocho casero de chocolate o de «si dejas de llorar, te invito al cine». Pero no, no me gustan los parches, ni los escudos, ni las máscaras. Dejé que llorara abrazado a mí.

—No entiendo para qué sirve estar triste, no quiero sentir esto —me dijo entre suspiros.

—Esto también nos ayuda, cariño. Es imposible estar alegres todo el tiempo, nadie lo está. La tristeza es una emoción tan importante como la felicidad, el miedo o la ira. La tristeza nos ayuda a explorar dentro de nuestras emociones, a buscar por qué estamos así, y nos ayuda a limpiarnos por dentro, a buscar soluciones; porque ¿sabes una cosa, amor?

—Dime. —Se limpió las lágrimas con la manga de la camiseta.

—Yo también estoy triste a veces —le confesé en un arranque de sinceridad, hablándole a pecho descubierto.

—¿Tú, mamá? Noooo. Si siempre estás alegre. Siempre estás sonriendo, siempre te lo digo, que así te saldrán más patitas de gallo —me dijo, soltando una tímida carcajada y sonándose los mocos.

— No, cariño, a veces también estoy triste como tú.

—¿Y lloras? —me preguntó con sus inmensos ojos verdes muy abiertos y mirándome fijamente.

—Pues si las lágrimas necesitan salir, salen. Las dejo salir porque con ellas se limpia parte de la pena. Porque si no lo lloramos queda ahí dentro y no se va solo. Porque reconociendo la tristeza aprendo a valorar todo lo demás que tengo y eso me llena de alegría. Y porque cuando lloras mucho por algo, al terminar, te sientes tan liberado que las soluciones a los problemas empiezan a surgir solas y es entonces cuando la pena se convierte en alegría o, al menos, en ilusión, en esperanza.

Hablamos durante una hora sobre todo aquello que le causaba tanta pena y comprendí que sus lágrimas le estaban ayudando a ponerle nombre a sus emociones. Estaba reconociendo lo que sentía, por qué lo sentía y, lo más importante, deseó encontrar una salida.

Fue una conversación inspiradora y mucho más intensa y enriquecedora que las decenas de conversaciones que he mantenido en las últimas semanas con gente adulta.

Cierto que nuestros hijos son niños aún o quizá adolescentes, pero, no te equivoques, con ellos podemos alcanzar un grado de comunicación y de conexión que no alcanzarás con nadie. Solo hay que darles la oportunidad de hacerlo, solo hay que escucharlos y, por supuesto, acompañarlos en su dolor cuando llegue, que indudablemente, en algún momento, llegará, y en ese momento vivirán y experimentarán en su propia piel lo que es la tristeza.

La tristeza es una respuesta natural de nuestro cuerpo ante una pérdida, un fracaso, una desilusión, o un daño físico o emocional. Y, aunque está considerada como una emoción negativa, es necesaria para tener un adecuado equilibrio emocional. La tristeza hace que disminuya nuestra actividad basal, nos conecta con nuestro interior, nos invita a la reflexión, al descanso, al análisis y a la autocrítica. Nos despierta la necesidad de superar las dificultades y nos conecta también con los demás a través de la empatía. ¿Qué sientes cuando ves a alguien triste? Tenemos la necesidad de ayudar, ¿verdad? La tristeza despierta la compasión. Y nos ocurre a nosotros y también a los animales. ¿No es maravilloso pensar en la capacidad que tenemos de conectarnos unos con otros a través de una simple emoción?

Vivimos en la sociedad del bienestar, del carpe diem, del disfrutar de cada día como si fuese el último, y esto está muy bien, de verdad que está muy bien. Pero estar en este éxtasis continuo además de agotador es dañino. Desatendemos los días de sombras, los días grises y nublados en los que, quizá, sonreír te requiera un inusual esfuerzo. Está mal visto, ¿verdad? No hay que taparlo, no debemos engañarnos y pretender que nada ha ocurrido. Al igual que si te rompes los dientes en una caída no pasarás el resto de las semanas con los labios sellados como si no hubiese pasado nada, sino que rápidamente buscarás una solución, con la tristeza debe ocurrir algo similar aunque con otros tiempos.

Hay que reconocer esta emoción, aceptarla, sentirla, buscar consuelo si es eso lo que necesitas y superarla. Y esto es lo que debemos transmitir a nuestros hijos.

«No estés triste», «no llores», «llorar es de pequeñajos» se les dice a los niños frecuentemente... Pues ¿sabéis qué os digo? Que a veces sí, y otras veces no.

Cuando mis hijos lloran por tonterías suelo decirles:

—Cariño, no llores por esto; por esto no, mi cielo. Se llora por cosas importantes...

Y ya empiezan a saber discernir entre aquello que para ellos es importante y que vale la pena ser compartido y consolado en los brazos siempre abiertos y cálidos de mamá y papá y lo que realmente no merece ni una sola de sus lágrimas.

Siempre lo digo y perdonad si me repito, pero...

Las alegrías se celebran y las penas se lloran. Y no hay más.

La próxima vez que tu hijo esté triste por algo verdaderamente importante para él, recuerda estos sencillos puntos:

  • Escúchale atentamente. Escúchale con tus oídos, con tus ojos, con tus manos y normaliza sus emociones. «Esto que estás sintiendo es normal, tranquilo, a mí también me ocurre.» ¡Qué alivio escuchar estas palabras cuando estás triste, ¿verdad?, en lugar de recibir lecciones magistrales de «te lo dije».
  • No le reprimas. Deja que llore, que se libere, que lo suelte todo.
  • Ofrécele apoyo, no necesariamente verbal. En ocasiones no sabemos ni qué decir ni cómo ayudar, no pasa nada. Apóyale con tus caricias, con un abrazo, con un beso...
  • Pregúntale por qué está triste, invítale a reflexionar, a que conecte con su interior, con su pena, con sus fantasmas...
  • Y, por último, dale tiempo. No le presiones. Dale tiempo a que se recupere, a que lo asuma, a que empiece a comprender el porqué y a que desee buscar soluciones para conseguir que se encuentre mejor.

«Hay caminos que hay que andar descalzo», dice el gran Fito, a quien escucho en mis días de melancolía. Y así es. Nadie puede prestarte sus zapatos. En ocasiones, hay momentos en los que uno necesita abandonarlo todo, caminar descalzo y sentir el suelo bajo la piel herida. Dar pasos con los cinco sentidos, buscar el camino según lo que sientes y no según lo cómodo que sea tu calzado, hay momentos en los que debemos mirar al suelo y a lo que allí te encuentras, dejando atrás aquello que definitivamente te hace daño y recogiendo del camino lo que ayudará a reconstruirte.

Y una vez deseches las piedras del camino y empieces a pisar sobre fresca y húmeda hierba será el momento de mirar hacia fuera. Una vez hayas explorado tus profundidades, tus necesidades y hayas soltado zapatos, ropas y lastres, entonces podrás mirar al cielo y empezar a soñar de nuevo.

Y, cuando te des cuenta de que hace mucho tiempo que ya no miras al suelo, que ya ni siquiera apartas las piedras porque simplemente ni las ves, descubrirás que has cambiado.

En esta casa está permitido llorar. Indudablemente. Enseñemos a nuestros hijos a poner nombre a sus emociones, a las buenas y a las malas. Enseñémosles a sentirlas todas, todas son nuestras. No tenemos que estar siempre alegres, aunque eso sea lo que se espera de nosotros. No. No hagamos que se sientan culpables o inferiores si pasan por momentos difíciles, no. La vida está llena de piedras en el camino, son pocos los éxitos con los que nos topamos, lo demás son dificultades.

Enseñémosles a superar con ánimo, optimismo, resiliencia y espíritu luchador todas y cada una de las dificultades. Nuestros hijos van creciendo y a veces no tenemos todas las respuestas. ¿Y ahora qué? ¿Qué ocurre si no tienes las respuestas? No olvides que hay preguntas que se responden con caricias, con miradas, con abrazos y con besos... El secreto: estar, nada más.



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