jueves, 27 de octubre de 2022

La maternidad y la culpa

 ¿Sentimiento de culpa?

No, querida. Culpa para el que roba,

para el que mata, no para el que ama.

¿Qué nos pasa a las mujeres cuando nos convertimos en madres que la culpa se instala en nuestras casas, en nuestros días y en nuestras noches, en nuestros cuerpos y en nuestros pensamientos?

¿Cuándo ocurre? ¿En qué momento? ¿Por qué? Y sobre todo ¿para qué? ¿Con qué fin?

Si de algo he sido consciente en los años que llevo de profesión y de observación es que madres que trabajan diez horas al día fuera de casa, mujeres emprendedoras, funcionarias, amas de casa, madres con un solo hijo, con familia numerosa, madres empresarias, maestras, camareras, ingenieras, madres con ayuda familiar, madres sin ayuda, solas... Madres divorciadas, solteras o felizmente casadas con hombres entregados a la paternidad... Todas ellas, todas nosotras, tenemos el mismo sentimiento, el de no llegar.

«No llego a todo. Es imposible», escucho a diario en la consulta.

«Y tú, ¿cómo haces para llegar?», me preguntan aquellas con las que más confianza tengo.

La respuesta es muy sencilla. Más de lo que creéis.

—No llego. No. Yo no llego tampoco. Soy como tú. No llego, pero ¿sabes qué? He dejado de castigarme por ello. He dejado de sentirme culpable.

Los tiempos cambian. La maternidad que vivieron nuestras madres difiere mucho de la que nosotros estamos viviendo, y eso que mi madre fue el vivo ejemplo de madre joven y trabajadora, pero, no, ella tampoco llegaba, seguro que no. Sin embargo, yo la recuerdo maravillosa. A pesar de trabajar de sol a sol, de tener que viajar en muchas ocasiones, a pesar de ver cómo mi padre se iba de casa cuando yo aún dormía plácidamente y volvía cuando me estaba poniendo el pijama, ansioso por repasar conmigo los deberes, a pesar de todo ello, yo nunca percibí que ninguno de los dos no llegaran. En los momentos importantes de mi infancia, de mi adolescencia y de mi vida, siempre han estado presentes, conmigo, a mi lado.

¿Qué nos ocurre a las mujeres que nos hemos puesto el listón tan alto? Porque ¿sabéis qué? Que hemos sido nosotras. Nosotras mismas cargamos las mochilas de responsabilidades que no nos corresponden, de pesados y destructivos sentimientos de culpabilidad que nos amargan, que oscurecen el espejo donde nuestros hijos se miran cada mañana: nuestra imagen. No lo olvides.

«Como te ves, me vi. Como me ves, te verás», me decía mi madre.

Y así es, qué sabias palabras.

Somos sus espejos.

Si a ti no te gusta lo que ves al mirarte al espejo, no le regales esa imagen a tus hijos.

Si no es tu mejor perfil, muévete.

Dime, ¿hay algo en tu vida que no te gusta? Pues cámbialo. ¡Haz algo! ¡Que no somos estatuas! La vida está en continuo movimiento, nosotros también, nuestro corazón, nuestros músculos, nuestra sangre. Todo se mueve.

Sé autocrítica, por supuesto que hay que serlo. Por supuesto que de vez en cuando debemos parar, tomar aire y mirar hacia dentro, que es lo que de verdad cuesta trabajo. Explorar nuestras profundidades, ahí donde nadie llega. Porque mirar a nuestro alrededor es muy sencillo, no requiere de ningún esfuerzo. Es hasta divertido. Pero, cuando se trata de coger aliento y bucear en nuestras tinieblas..., eso impone.

¿Qué necesito para estar mejor?

¿Cuál es la manera de conseguirlo?

¿Estoy en el camino?

Si la respuesta es negativa, ¡muévete! ¡Cambia! ¡Avanza! Y, si tienes que modificar el rumbo, hazlo.

Porque se nos va la vida en lamentaciones, porque atacamos a nuestro ser, a nuestra esencia, con frases del estilo de «soy mala madre», «¿cómo se me habrá podido olvidar esto? Es imperdonable».

No eres mala madre. Nada en esta vida es imperdonable cuando se hace desde el amor hacia tus hijos.

Juzga y critica tus actos, tus acciones, no tu ser.

Si a tu hijo no le dices: «Eres un auténtico desastre» al ver su habitación, sino: «Esta habitación está desordenada», en un intento de no juzgar a su persona, sino su comportamiento en ese momento en concreto, ¿por qué lo haces contigo misma?

En lugar de fustigarte por haberte olvidado de la reunión del colegio y decir que es imperdonable, sé más objetiva: «Cierto, me he olvidado. Últimamente estoy bastante estresada. ¿Qué puedo hacer para recuperar algo de mi calma? ¿Qué puedo hacer para que esto no vuelva a suceder?».

Esto es autocrítica. Lo demás es autocastigo. Huye de él. Es destructivo.

Cuando publiqué mi primer libro, Lo mejor de nuestras vidas, mi día a día dio un giro inesperado y rápido. Tan rápido que no me dio tiempo a asimilarlo del todo. Tanto éxito, tantas firmas de libros, tantas conferencias y presentaciones y, durante unos meses, tantos viajes.

Mi agenda parecía la de un ministro. No sabía decir que no a nada. Me apuntaba a un bombardeo.

—Pero ¿no es demasiado para un solo mes? —me decían al ver mi agenda.

—Es que me sabía mal decirles que no...

«Es que me sabe mal...», os suena esta frase, ¿verdad? No sabemos decir que no. No solamente tenemos un problema al poner límites con nuestros hijos, también nos cuesta ponernos límites a nosotros mismos y a los que nos rodean.

Viajaba a Madrid o a Barcelona en el día en un intento de dormir en casa para arropar a mis hijos y mi conciencia. Luego comprendí que no pasaba nada porque una noche descansara en un hotel tras una larguísima jornada de conferencias, firmas y comidas, también me merecía ese descanso, ¿no?

En un momento de debilidad en el que no estaba siendo autocrítica, sino que me estaba castigando, me estaba torturando y el sentimiento de culpa me iba devorando por tener la sensación de que les estaba robando tiempo de juegos y besos a mis hijos, frené en seco y me dije:

«¡Lucía, para! ¡Basta ya! Eres una madre maravillosa.»

Solo con esta frase, solo con estas palabras me tranquilicé. Respiré profundo y continué hablando conmigo misma, desde dentro.

«¿No era esto lo que querías? Estás cumpliendo tu sueño. ¿Comprendes? Porque eres una madre fantástica, no cabe duda, pero también eres otras muchas cosas, aparte de madre. Es tu momento. Es tu sueño. Persíguelo y disfrútalo mientras permanezca vivo en ti.»

Y aprendí. Aprendí a no juzgarme. A no ser tan dura conmigo misma.

Aprendí de mis errores, descubrí cómo potenciar mis fortalezas y cómo trabajar y mejorar mis debilidades.

Exactamente lo mismo que le digo yo a las madres cuando hablamos de sus hijos:

—Respeta a tu hijo en su esencia. Acéptale como es. Potencia sus fortalezas y trabajemos sus puntos débiles.

Y cuando llegué a casa y le conté a mi chico la crisis que había tenido en el coche de vuelta del trabajo y la conversación que había mantenido con mi yo más crítico me dijo:

—Lucía, tu fortaleza más grande es tu pasión. La pasión que le pones a todo lo que te gusta. Esto es lo que me enamoró de ti. Mantenla viva, cariño, no la dejes ir. Mantenla viva siempre.

Y comprendí que tenía razón. Que esa era mi fortaleza y que, en esos momentos, mi debilidad era la gestión del tiempo y la culpa. Así que empecé a buscar soluciones, peleé y luché por volver a encontrar el lugar donde quería estar, en definitiva, me moví.

¿Volveré a sentirme culpable en algún momento?

Pues claro que sí. Porque soy perfeccionista por naturaleza, porque nos han vendido una imagen de mujer perfecta que no solo no es real, sino que es dañina. Porque soy una mujer de carne y hueso, y como tal me equivoco. Porque errar es de humanos. Y ahí está la maravilla de nuestra especie, el equivocarnos, el caernos y levantarnos, el aprender de nuestros errores desde la autocrítica y la humildad, y no desde el castigo.

Y de cada momento de crisis que vuelva a tener extraeré una enseñanza que es la misma enseñanza que quiero mostrar a mis hijos y de la que recientemente tuve la oportunidad de hablarles como ahora os estoy hablando a vosotros. Les dije:

—Niños, mamá no es perfecta. Mamá comete errores como los cometéis vosotros y de ellos aprende, como aprendéis vosotros. Mamá se ha caído muchas veces, ¿sabéis?

—¿Sí, mami? ¿Y te has hecho daño? —me preguntó mi hija pequeña sin llegar a alcanzar el significado real de mis caídas.

Antes de que pudiera explicarle la metáfora, mi hijo se adelantó y dijo:

—Covi, se refiere a que se ha caído no al suelo, sino del guindo —contestó muy serio.

Mi hija frunció el ceño. Yo sonreía y observaba la escena intentando conservar todos y cada uno de los detalles de esta inspiradora conversación. Covi ni sabía lo que era un guindo, ni entendía ya nada de lo que estábamos hablando.

Entonces Carlos añadió:

—Pues que se llevó decepciones o disgustos..., a eso se refiere con las caídas.

—Efectivamente, cariño, eso es. No quiero que creáis que mamá es un ser perfecto y que busquéis esa perfección en vuestras vidas. Porque eso no existe. Nadie es perfecto. Cuando salgáis ahí fuera descubriréis las maravillas de la vida, pero también os encontraréis con piedras, con baches y dificultades, y os caeréis, no me cabe ninguna duda. Yo no puedo evitar vuestras caídas. Lo que sí me empeñaré es en enseñaros que hay que levantarse cada vez.

Y en esto consiste la vida.

Así que, la próxima vez que la culpa sobrevuele tu cabeza, que intente amargarte la vida y oscurecer el espejo donde cada mañana se miran tus hijos, repítete: «Aun con toda mi montaña de defectos, soy una madre maravillosa».

Bésate, abrázate y acaríciate mentalmente porque esto es lo que necesita este mundo. Gente que se quiera, gente que rebose amor y empatía para así derrocharla y derramarla por los cuatro costados. Porque no olvides que la última palabra sobre ti misma la tienes tú.

Tu último y más profundo pensamiento sobre tu esencia, sobre tu vida, sobre tu maternidad y sobre ti es tuyo. ¡Y es sagrado!

Y, si en algún momento te surgen las dudas, lo tienes muy fácil, tienes la respuesta delante de tus narices.

Coge a tus hijos y pregúntales:

—¿Quién es la mejor mamá del mundo?



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