jueves, 27 de octubre de 2022

Álvaro, el niño con la sonrisa más bonita del mundo

 Y el mundo se paró. En ese mismo instante en el que yo veía a la gente ir y venir, con sus bolsas de la compra, sus prisas, sus bebés en brazos o sus hijos bajando del autobús escolar, mi mundo, nuestro mundo, se paró.

—Cariño, no puedo esperar a verle la carita a nuestro bebé.

Silvia se acariciaba la barriga con una mano mientras agarraba con fuerza la de Diego, su marido. Los dos sentados en el sofá de aquella pequeña casa, en pleno mes de enero, mantenían la misma conversación que hemos mantenido todos ante el nacimiento inminente de nuestro primer hijo.

—¿Te imaginas cómo puede ser? ¿Será rubio, moreno? ¿Se parecerá a ti? —preguntaba la joven madre.

—Con que se parezca a ti ya será el niño más guapo de Benidorm —le contestó Diego mientras tapaba delicadamente a Silvia con una manta que le había regalado por Navidad.

Diego, a sus veintitrés años, lo tenía claro: él quería ser padre joven y poder criar a su hijo con toda la energía y vitalidad que requería una responsabilidad tan grande. Siempre había sido un chico mucho más maduro que el resto de sus amigos, por eso, mientras sus colegas aún hacían botellón, él había decidido emprender una vida junto a Silvia y formar una familia.

—Iremos a los partidos de fútbol juntos, le sacaré el carnet de socio en cuanto nazca, haré de él un gran madridista —añadía el futuro papá orgulloso de su condición de «merengue».

—Sí, pero que estudie. Yo quiero que estudie, que no tenga grandes dificultades en la vida, que sea feliz; eso quiero, cariño, que sea feliz...

—Lo será, Silvia, mi amor, lo será. Te lo prometo.

Y con esa promesa y abrazados se quedaron dormidos en el sofá en un plácido y dulce sueño que tardarían años en recuperar; pero eso, ellos aún no lo sabían.

Álvaro nació el 2 de febrero del 2011 en un frío hospital de paredes frías y personal frío, tan frío que a Silvia aún se le congela el alma al hablar de aquel día. Nada salió como habían imaginado. Tras más de veinticuatro horas de contracciones, de respiraciones acompasadas, desacompasadas y desesperadas, de dolores y escalofríos, de náuseas y vómitos, y de ese temor rondando sus cabezas de que «algo no iba bien», al fin llegó Álvaro. «La razón de mi existir», me confesaba Silvia entre lágrimas años después.

—¡Cesárea urgente! —gritó la ginecóloga cuando comprobó a través del monitor que el corazón de Álvaro había decidido pararse antes siquiera de nacer...

—Lucía, solo recuerdo a la gente correr, volar. Solo recuerdo cómo me rasgaron el camisón y me quedé allí completamente desnuda, sin mi marido, sin mi madre, sin nadie conocido salvo el bebé que llevaba en mis entrañas, mi hijo. Me despojaron de todo y de todos, y allí me quedé. Había tanta gente y yo me sentí tan sola. Estaba aterrada, me costaba respirar, pero no dije nada. Aún escucho a la ginecóloga, cómo decía, suplicaba, imploraba: «¡Venga, venga, venga!», mientras una mascarilla se acercaba a mi nariz. Entonces escuché: «¡Vamos a por él, joder!». La última imagen que recuerdo es su mano firme sujetando un bisturí, brillante, reluciente, deslumbrante, cegador. Luz, mucha luz..., segundos después, oscuridad.

Álvaro nació sin respirar, pero su corazón, fuerte, como el de su madre, se negaba a dejar de latir. No se iba a rendir tan fácilmente, de eso nada.

Silvia, abierta en canal, abrió los ojos, ya había recuperado el conocimiento, no sentía dolor, pero era consciente de todo lo que allí estaba ocurriendo. Tumbada en aquella camilla de aquel frío hospital, temblaba. Nadie le decía nada, nadie la miraba a la cara.

Tantos mimos, tantos besos y cuidados durante su embarazo, tanto amor y justo ese día, uno de los días más importantes de su vida, era literalmente invisible, descarnada y dolorosamente invisible.

—¿Qué está pasando? ¿Alguien me puede enseñar a mi hijo? —lanzó su súplica al aire en un sollozo ahogado por el pánico.

Nadie la escuchó.

La primera vez que vio la carita de Álvaro fue veinticuatro horas después, a través de la pantalla diminuta de un móvil.

—Mira, cariño, mira qué guapo es. ¡Se parece a mí! —le dijo Diego orgulloso, ajeno al dolor de madre que tenía Silvia.

Tras unos días de hospitalización, al fin se fueron a casa. Los tres juntos.

—Bueno, amor, ya está. Ya hemos pasado lo peor. Todo se ha quedado en un susto —le decía Diego a su mujer al entrar en el coche en el mismo parking de aquel frío hospital al que pensaban que nunca volverían.

Nada más lejos de la realidad.

Conocí a Silvia cuando Álvaro ya tenía dos meses de vida y dos ingresos hospitalarios por bronquiolitis. Entraba por la puerta de mi consulta acompañada de la abuela de la criatura, Justi, una mujer pequeña de tamaño pero inmensa de fortaleza y espíritu.

Cuando sostuve en brazos por primera vez a aquel niño me encontré con un bebé frágil, de piel transparente y mirada perdida. Como me suele ocurrir en estos casos en los que, sin saber muy bien qué está pasando, se encienden un par de alarmas, me mantuve en silencio escuchando atentamente los avatares de sus primeros dos meses de vida. Al explorarle estaba tan concentrada que se me olvidó hacerle pedorretas, o tocar su nariz como si fuese un timbre, como siempre hago con los más pequeños en busca de un esbozo de sonrisa o de mueca al escuchar el «ding-dong».

Esa piel tan delicada, esos ojitos tan pequeños que escondían una mirada errática, ese cuello sin vida que no hacía ni el más mínimo esfuerzo por explorar su pequeño y diminuto mundo en brazos de una madre a la que todo eso le parecía normal. Esos brazos caídos, entregados y abandonados sobre la camilla. Y esos dedos..., vi los pulgares de sus manos y el corazón me dio un vuelco.

«Yo he estudiado esto. Estos dedos, estos dedos... ¡Lo tengo! Son dedos en pala.»

Efectivamente, eran unos pulgares en pala, como si se los hubiesen aplastado, planos, muy planos, demasiado planos; eran unos pulgares que junto a todo lo demás anunciaban un síndrome, el síndrome de Rubinstein Taybi. Disimuladamente, le miré las manos a su madre, a su abuela, todo ello en un intento de encontrar un bote salvavidas al que aferrarme antes de pensar en lo peor.

«Quizá sea un simple e inofensivo rasgo en la familia», pensé.

Pero no, ni la madre, con una manicura perfecta, ni la abuela tenían aquellos pulgares.

Hablamos largo y tendido en la consulta sin pronunciar en ninguna ocasión la palabra síndrome, ni problema, ni siquiera enfermedad; no era el momento.

«Poco a poco, no nos precipitemos, Lucía. Vamos a darle unas semanas a ver cómo va», me repetía mientras terminaba de escribir el informe.

—Lucía, cuando salimos de aquella consulta lo supe. Supe que eso no era más que el principio. Escuché en mi interior cómo cerraste la maleta del viaje que estábamos a punto de emprender —me confesaba Silvia años después.

No me dio tiempo a citarles en dos semanas. A los tres días, sonaba mi teléfono de la consulta:

—Lucía, sube a planta. Tienes a un niño ingresado, es paciente tuyo.

La enfermera no me dijo su nombre, pero yo sabía que era Álvaro. Subí rápidamente. Esa noche había ingresado con una neumonía grave, tan grave que, al entrar en su habitación y a golpe de vista, lo supe: las puertas del tren se cerraban y emprendíamos el viaje sin saber aún hacia dónde nos llevaría.

Tras explorar al pequeño, al diminuto, pálido y sudoroso Álvaro y comprobar su delicado estado de salud con unos pulmones que no daban más de sí, les dije de la forma más dulce que pude: «Álvaro está muy malito. Recoged las cosas. Os voy a trasladar a la UCI».

—Y el mundo se paró. En ese mismo instante en el que yo veía a la gente ir y venir, con sus bolsas de la compra, sus prisas, sus bebés en brazos o sus hijos bajando del autobús escolar, mi mundo, nuestro mundo, se paró —me confesó Silvia años después, cuando fue capaz de hablar de ello sin romper en llanto.

Ese mes ingresado en la UCI fue la primera parada de un largo viaje que nunca imaginaron hacer. Ingresos hospitalarios, pruebas de todo tipo, informaciones y desinformaciones, noches en vela, y dolor, mucho dolor. Viajes en busca de respuestas, de ciencia y de dañinas pseudociencias; un viaje en busca de otros niños como él, de otras familias; un viaje en el que dejaron de buscar respuestas para buscar consuelo. Y lo encontraron. Exactamente en los cincuenta y tres niños de toda España. Pequeños y grandes Álvaros con los que Silvia y Diego se sentían como en casa. Esto es lo que tienen las asociaciones de familias afectadas por síndromes o enfermedades raras, que ofrecen el consuelo que, en muchas ocasiones, los médicos y demás personal sanitario no somos capaces de dar.

¿Alguna mujer embarazada o algún futuro papá se ha llegado a preguntar: «¿Hablará mi hijo, caminará mi hijo, verá mi hijo?». ¿Verdad que no? Son preguntas envenenadas, son preguntas impronunciables. Sin embargo, para Silvia y Diego estas preguntas ocupaban sus días y sus noches mientras observaban impasibles cómo sus amigos se preocupaban por el color definitivo de los ojos de Martita, o por la próxima marca de sillita de paseo que iban a comprarle a Pedro.

Por todo ello, cada pequeño logro de Álvaro era una fiesta: la primera vez que consiguió sentarse con casi un año de vida; la primera vez que caminó, con tres años y medio. Tres años y medio esperando verle dar sus primeros pasos. Tres años y medio. Es mucho tiempo para unos padres, ¿verdad?

¿Recuerdas cuando te dijo por primera vez «te quiero» tu hijo? Álvaro tenía cinco años, y no fue exactamente un «te quiero, mamá», fue un «qui, qui, quiro» con muchísimo esfuerzo, pero para Silvia fue música celestial. Aún es incapaz de recordar ese momento sin emocionarse. Cinco años tenía entonces, como tenía también el primer verano en que tocó el tambor y que dejó de tocarlo para lanzarse a una piscina olvidándose de que no sabía nadar.

«Pero si solo fue un segundo...»

—Aún no habla. Pero hablará —me decía Silvia no hace mucho, convencida con una esperanza que llenaba toda la sala.

—No me cabe ninguna duda —contesté, mientras veía cómo Álvaro hacía verdaderos esfuerzos por comunicarse—. Eres muy pillo, Alvarito —le dije en aquella ocasión. Le pellizqué el culo y él salió corriendo—, nos conquistas a todos con tu sonrisa y tu carita de niño bueno.

Y él me respondía con una de las sonrisas más bonitas que he visto en mi vida, sí, el niño con la sonrisa más bonita del mundo.

Al salir de la consulta quiso jugar un rato en la salita de espera, a lo que sus padres accedieron. Mi siguiente paciente se retrasaba, por lo que me quedé observando su juego delicado con los coches y su tierno acercamiento hacia el resto de niños que allí esperaban.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó una madre curiosa.

—Cinco —contestó Silvia.

—¿Cinco? ¿Cinco? ¿Seguro? Yo pensaba que tenía tres —contestó la madre traspasando la línea de la prudencia.

—Cinco, tiene cinco años —sentenció Silvia cogiendo aire.

—¿Y no habla? —insistía la mujer carente de todo sentido común.

—No, no habla —le replicó Silvia con una fingida sonrisa.

—Vaya..., siento que tu hijo esté mal —remató aquella madre.

En ese momento, Silvia cogió a Álvaro de la mano, le dio un cariñoso beso en la mejilla, sospecho que para cargarse de energía y sentenció:

—Mire, señora, mi hijo no está mal. ¿Usted le ve mal? De hecho, está muy bien, mejor que nunca: anda, corre, ve, sonríe y juega como juega el suyo. Mi hijo no está mal, insisto, mi hijo tiene un síndrome. ¿Sabe lo que es un síndrome? Un síndrome es una condición, no es una enfermedad. Así que no sufra por nosotros, ya que, le repito, estamos muy bien. Gracias por su interés.

La mujer volvió a su silla; antes de sentarse se escuchó un casi inaudible «perdón» que, en parte, nos consoló a todos.

—Os acompaño hasta la puerta principal —le dije a Silvia con mi mano sobre su hombro en señal de apoyo.

—No quiero compasión, Lucía —intentó justificarse conmigo.

—No te preocupes, tienes toda la razón.

No debemos acompañar desde la pena; la gente no se da cuenta de lo importante que es dejar la lástima y las lamentaciones a un lado y empezar a acompañar desde el amor, desde el respeto, desde el optimismo, desde el deseo de ayudar y hacer un poquito más fácil este camino.

En ese momento, Diego, que hasta entonces había permanecido callado, observando y analizando cada palabra, habló:

—Álvaro ha venido aquí a darnos una lección de vida. ¿Sabes que soy mejor persona desde que está en nuestras vidas? En el trabajo se ríen de mí porque dicen que no me enfado nunca. Antes yo era bastante gruñón y quejica. Desde que nació él, una parte de mí murió y otra, maravillosa, nació con él. Álvaro me ha enseñado a valorar las cosas importantes de este mundo, las que de verdad importan, las buenas, las que duran, las que no se olvidan, las que se sienten aquí, en la barriga. No ha sido fácil, de hecho ha sido muy difícil, hasta que lo asumimos. Nos costó. Nos costó casi dos años aterrizar en esta realidad y aceptar a Álvaro tal cual era. Dos largos años. Fue terrible, Lucía, fue tan doloroso asumirlo. Silvia y yo lo hemos hecho de la mejor manera que hemos podido. Al principio estábamos muy unidos, éramos una sola persona. Un tiempo después empezamos a necesitar espacio, nos quedábamos sin oxígeno y sin darnos cuenta nos distanciamos, puro instinto de supervivencia, no había nada más. Ahora sentimos que de nuevo estamos juntos en esto, somos una piña. Y nos sentimos fuertes, inquebrantables e indestructibles. ¿Y sabes por qué? —me decía Diego, con su 1,90 de estatura y sus ojos llenos de lágrimas—. Tú lo sabes, cariño, díselo a Lucía, te lo prometí en su día... —se dirigió a su mujer, sellando unos labios temblorosos que estaban a punto de claudicar.

—Porque vemos que lo hemos conseguido, porque ahora sí podemos decir alto, muy muy alto, que Álvaro es feliz.



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