miércoles, 26 de octubre de 2022

Jonay, el niño con alas

 Lo que no sabía Gloria es que, en esos instantes, su marido estaba sentado en una salita de apenas seis metros cuadrados con dos jóvenes pediatras frente a él, dándole la noticia que cambiaría, ya para siempre, el transcurso de sus vidas.

—¿Que qué hacía yo cuando me enteré? Pues hacía ese tipo de cosas que solo puedes hacer cuando no eres padre: me estaba dando un relajante baño de espuma en mi casa. Tenía treinta y seis años — recordaba Pitu con un brillo especial en su mirada al echar la vista atrás.

Habían pasado ya seis años desde ese instante en el que Gloria, su mujer, entraba por la puerta del baño temblando como una hoja...

—¿Qué te pasa? —le dijo él incorporándose y apartando la espuma de un agua que aún mantenía la temperatura.

Gloria daba pequeños saltitos de alegría al mismo tiempo que sujetaba algo en su mano. Su respiración acelerada, sus resoplidos apartando el flequillo de la frente y su corazón desbocado anunciaban una gran noticia. Estaba tan feliz que no le salían las palabras. Todo lo que tenía que decir lo llevaba en sus manos. Tras dos larguísimos años de espera, de pruebas, de exámenes médicos, de incómodos y en ocasiones dolorosos tratamientos, de lágrimas, de miedos y de incertidumbre, al fin lo habían conseguido:

—¡Estoy embarazada! —alcanzó a decir Gloria antes de romper en un inconsolable y liberador llanto.

Pitu salió de la bañera dando un salto. Miró fijamente el Predictor, esas dos rayitas con las que tantas veces había soñado, y abrazó a Gloria como hacía tiempo que no la abrazaba, con todo su cuerpo, con toda su alma. Besó sus mejillas, se bebió sus lágrimas y le dijo:

—Lo hemos conseguido, chiqui, lo hemos conseguido. 

Jonay iba a ser su primer hijo, el primer nieto, el primer bebé de la familia desde hacía treinta años. Y, como ocurre en estos casos, todas las revisiones médicas te parecen pocas. Acudían religiosamente a todas las citas de la Seguridad Social y además buscaron una clínica privada para estar más controlados.

—Todo es normal. Vuestro bebé está perfecto —les decían unos y otros.

Cada visita al ginecólogo, Gloria y Pitu la celebraban por todo lo alto. La familia del futuro papá esperaba ansiosa desde Muchamiel (Alicante) el día de coger en brazos a su primer nieto y a su primer sobrino. Los padres de Gloria, desde París, ya no apagaban el teléfono por las noches por si «su pequeña» los llamaba anunciando la buena nueva. Y su querida y única hermana, Pauline, vivió la recta final del embarazo de Gloria a más de quince mil kilómetros de distancia; a pesar de ello, sus corazones latían al mismo tiempo. Levantarse cada mañana en Australia no restó ni un ápice de intensidad a todo lo vivido durante aquel maravilloso y esperado embarazo de su única hermana; tanto es así que el día antes de nacer Jonay, aunque esto ellas aún no lo sabían, Pauline le envió una foto a Gloria. La imagen no podía ser más hermosa, un inmenso acantilado que terminaba en una playa kilométrica. Sobre el acantilado, un banco de madera con un nombre grabado: «JONAY». Y un mensaje al móvil: «Todo va a salir bien».

Aquella frase fue el inicio de esta historia. Al día siguiente, Gloria ingresó de urgencia en el Hospital de San Juan de Alicante con fuertes dolores.

—Algo va mal —pensó Pitu, un tipo duro, sin pelos en la lengua, con mirada limpia, clara y decidida, desafiante incluso. Un hombre al que nada se le había puesto por delante en su vida. Un hombre al que las quejas y las lamentaciones de poco le sirven. Un hombre que desprende fuerza y decisión en cada una de sus palabras, y con quien, tras hablar varios minutos, uno se da cuenta de la tremenda facilidad que posee de darle la vuelta a la moneda si lo que ve no le agrada. Un hombre al que no le gustan los rodeos, ni los paños calientes, un hombre transparente y lleno de luz, luz que jamás perdió a pesar de encontrarse en esos momentos a las puertas del túnel más oscuro que atravesaría en toda su vida.

Gloria estaba de treinta y dos semanas, apenas de siete meses. Vivir tan alejada de su familia la había convertido en una mujer fuerte e independiente.

—Jonay, mi amor, has de aguantar un poco más. No ha llegado el momento aún —le decía ella mientras se sujetaba la barriga en un intento de controlar un dolor que por otro lado era... incontrolable.

Pitu intentaba tranquilizarla mientras buscaba respuestas a semejante malestar.

—Chiqui, tranquila, voy a por un poco de agua —le dijo a Gloria besándole la frente antes de salir de la habitación.

Cuando regresó, la estampa no podía ser más aterradora. Gloria en la cama, sobre un gran charco de sangre que llegaba hasta el suelo.

—Pero ¿qué ha pasado aquí? —gritó.

Desprendimiento de placenta fue el diagnóstico de los ginecólogos nada más verla, una complicación médica que pone en riesgo no solamente la vida del niño, sino también la de la madre.

A partir de ahí todo fueron carreras, personal sanitario de aquí para allá y la cama de Gloria volando por los pasillos en dirección al quirófano, único lugar donde se podía salvar su vida y la del pequeño Jonay. Pitu, apartado, en una esquina, viendo aquel espectáculo dantesco desde la frustración, desde la impotencia de no servir para nada en esos momentos y desde el miedo atroz a perder lo que más quería en este mundo.

—No me dejaron entrar en el quirófano. Pero yo quería ver nacer a mi hijo, mi primer hijo. Quizá mi único hijo. Había soñado tantas veces con ese momento... Pero no pude. Aun así, me colé y pude ver algo a través de una ventana diminuta que conectaba el pasillo con el lugar donde abrían en canal a mi mujer. Yo buscaba en la mirada de los médicos esa seguridad que se supone han de tener ante una situación de urgencia, pero no la encontraba, no. Me sentí tan solo, tan inútil y tenía tanta pena. Lucía, tenía tanta pena en aquel momento que empecé a llorar... —me confesaba años después.

Gloria no recuerda nada. Ver tanta sangre sobre su sábana bloqueó su memoria hasta varias horas después, cuando despertó en una habitación, sola, sin su marido, sin una cuna al lado, sin bebé, sin nadie.

Lo que no sabía Gloria es que, en esos instantes, su marido estaba sentado en una salita de apenas seis metros cuadrados con dos jóvenes pediatras frente a él dándole la noticia que cambiaría, ya para siempre, el transcurso de sus vidas.

—Jonay ha nacido con treinta y dos semanas de gestación, como sabe —empezó hablando uno de los pediatras—, para su edad gestacional ha nacido con buen peso y con buena talla.

Pitu empezó a respirar más tranquilo, parecía que las cosas habían empezado bien.

—Debido a su inmadurez, sus pulmones no trabajan del todo bien y es por ello que necesita un poco de ayuda con una máquina que llamamos CPAP, que mete aire con oxígeno en sus pulmones a través de la nariz. Pero no está intubado y respira por sí mismo, lo cual son muy buenas noticias — prosiguió el joven pediatra, quien a pesar de su evidente juventud parecía que sabía de lo que hablaba.

Daba la impresión de que no era la primera ni la segunda vez que reproducía estas mismas palabras.

«Bien», pensó de nuevo Pitu.

A continuación se produjo un silencio incómodo que el «recién papá» no supo interpretar. Los dos médicos se miraron y entonces prosiguieron con la información no sin antes coger aire... En ese momento a Pitu se le encendieron las alarmas:

«¿Qué está pasando? ¿A qué vienen esas miradas entre ellos? Hay algo más...», pensó.

No se equivocaba, había mucho más. Con lo que estaba a punto de escuchar había una nueva vida por delante que afrontar.

—Esto... Vamos a ver, durante el embarazo, ¿fue todo bien? ¿Hubo algún problema? —preguntó el pediatra esta vez con una inseguridad impropia de un médico.

Su voz titubeaba ligeramente. Era evidente que empezaba a caminar por arenas movedizas. ¿Dónde estaba esa decisión y contundencia con la que había comenzado su discurso? En unos segundos se había diluido.

Su colega empezó a carraspear, signo inequívoco de que aquello era incómodo para todos.

—Sí, todo fue perfecto. Nos hicieron muchos controles. Nada anormal. Pero ¿qué pasa? — preguntó valientemente Pitu con una necesidad imperiosa de saber, de saberlo todo y de saberlo ya.

El que hasta ahora informaba miró a su compañero, este asintió con la cabeza en señal de

«adelante» y prosiguió:

—¿No sabías nada de lo de Jonay? —lanzó esta pregunta que le abofeteó duramente.

Pitu aguantó el golpe como pudo, pero no se quedó callado. Ante la primera bofetada, permaneció inmóvil, impasible y tras unos segundos, dijo:

—No, nada. ¿Qué le pasa a Jonay? —contestó esperando recibir en la otra mejilla otro golpe aún más difícil de encajar.

—Jonay tiene una malformación —sentenció el joven pediatra bajando el tono de su voz en un intento de amortiguar el golpe.

—¿Una malformación? ¿Qué? ¿Cómo? No puede ser... —dijo incrédulo su padre sin saber exactamente a qué se refería con «una malformación».

—Sí, Jonay ha nacido sin un brazo —añadió con una mirada que deseaba ayudar, pero no sabía exactamente cómo.

Los pediatras callaron, miraban a Pitu intentando transmitir todo el apoyo y comprensión que se puede transmitir en unos momentos así. Pero él se negaba a creerlo.

—Pero ¿cómo puede ser? Es imposible. ¿Seguro que están hablando de Jonay? Si le hemos hecho muchas ecografías y todo estaba bien. ¿Cómo puede ser?

Las preguntas se agolpaban en su cabeza mientras se adentraba en lo que iba a ser su nueva vida en un mundo paralelo, como años después me reconoció.

—Pero eso no fue lo más difícil, Lucía —me decía Pitu cuando recordábamos lo sucedido—.Lo que realmente me machacó, lo que casi me mata, la hostia más dura, fue la pregunta que me hicieron a continuación:

»—¿Quieres ver a Jonay?

»—¿Qué si quiero verlo? Por supuesto. Es mi hijo —les dije.

»Y ahí sí me vine abajo, ahí sí rompí a llorar. Era mi hijo. Y aquella era la primera vez que lo decía: “Mi hijo”.

»—Por supuesto que quiero verlo, soy su padre —afirmé con la cabeza muy alta, secándome las lágrimas y apretando la mandíbula para eliminar cualquier atisbo de temblor o debilidad.

Entró en aquella sala llena de incubadoras con otros niños que pertenecían a otros padres que a su vez ya habían emprendido el viaje hacia «el mundo paralelo» que descubrirían Pitu y Gloria meses después.

—La primera vez que lo vi me pareció el niño más bonito del mundo. Era tan pequeño, tan frágil. Estaba cubierto, tapadito hasta la barbilla, dormía plácidamente. Me pareció verle sonreír incluso. Abrí la puertecita de la incubadora y le acaricié. Su piel era transparente... Sentí por vez primera el orgullo de padre. No sé cuánto tiempo pasó ni en qué momento empecé a llorar, solo sé que vino una enfermera, puso su mano sobre mi hombro y me dijo: «No llores más. Jonay está muy bien». ¡Y aquello me ayudó tanto! Efectivamente, Jonay estaba bien, en unos días saldría de aquel hospital sano y fuerte en nuestros brazos, en los brazos de sus padres.

Cuando Pitu abandonó la UCI y cerró la puerta pensó en su mujer y sintió que la angustia le devoraba. Solamente había pasado media hora desde que le habían hecho la cesárea de urgencia.

Media hora, treinta minutos..., y sus vidas ya habían cambiado. De pronto, y por primera vez, el peso de la paternidad cayó sobre sus espaldas. No hubo tiempo para hacerse a la idea, no hubo tiempo para que nadie que no fuera él tomara el control de la situación y se convirtiera en el director de orquesta de la pieza musical más importante que interpretaría en su vida.

Entró en la habitación y ella aún no había llegado, había perdido mucha sangre y estaba en reanimación; fuera de peligro, pero bajo vigilancia estrecha. Entonces cogió el teléfono y llamó a la única persona a la que se le puede transmitir una noticia así: a una madre.

—Llamé a mi madre y se lo conté —me dijo Pitu.

En este momento de nuestra conversación, seis años después de lo sucedido, vi llorar por primera vez a este tipo duro que tantas veces había pisado mi consulta.

A continuación llamó a su suegro, que en esos momentos intentaba coger un avión para reunirse con su querida hija.

—Esa llamada fue una de las más difíciles, ¿sabes, Lucía? —me confesaba—. Mi suegro es un hombre muy vital, es un gran deportista y amante de la vida. Él fantaseaba con el día en que se llevaría a su nieto a recorrer las montañas francesas en bicicleta y yo, en esos momentos, sentía que le estaba fallando. Qué duro decir esto, ¿verdad? Pero así fue. —Agradecí su sinceridad.

Tras hacer todas las llamadas pertinentes, tras pedir por favor que les dejaran una habitación para ellos solos y tras madurar en solitario lo sucedido, lo tuvo claro.

—No le voy a decir nada a Gloria. Quiero que sean los mismos médicos que me lo dijeron a mí los que se lo digan a ella, con las mismas palabras y con la posibilidad de ver al bebé inmediatamente después de decírselo.

A pesar de su clarividencia pidió por favor hablar con un psicólogo, deseaba hacer las cosas de la mejor manera posible, consideraba que esos primeros minutos en contacto con su nueva realidad podrían tener un impacto en ella imborrable, como así fue.

«No tenemos psicólogo, pero sí psiquiatra —le dijeron las enfermeras—. No se preocupe, que ahora la llamamos.»

—Aquella mujer, tras escuchar mi historia, mi breve historia de apenas dos horas de las que podría hablar una vida entera, me cogió de la mano y me dijo: «Tranquilo, lo estás haciendo muy bien. Sigue tu instinto y, si prefieres que sean los pediatras quienes informen a Gloria en tu presencia, que así sea».

Y eso hicieron. Gloria no podría subir a la planta de neonatos hasta el día siguiente, así que

Pitu pasó las veinticuatro horas más largas de su vida al lado de su mujer sin decirle una sola palabra

del brazo de Jonay.

—Quería que se recuperara, quería verla un poco mejor. Quería que pudiera ver a su bebé justo después de recibir la noticia.

Y así ocurrió. Gloria subió en silla de ruedas hasta neonatos, los pediatras repitieron la misma escena, esta vez acompañados por un pediatra veterano que aportó más calidez y ternura a esa fría salita de espera. Entre todos le dieron la noticia a Gloria. Noticia que ella no comprendió.

—En todo momento pensé que Jonay había nacido con un brazo paralizado; cuando pasé a la sala de incubadoras y me ofrecieron acariciar al niño, la realidad casi me aplasta. Fui a acariciar su brazo paralizado y no lo encontré, no estaba bajo esas mantas. Rápidamente le destapé y me encontré con un diminuto muñón vendado bajo su hombro. ¿Sabes lo que es dolor, Lucía? ¿Sabes qué es dolor de verdad? Aquello fue la experiencia más dolorosa de mi vida. Me quedé sin habla, sin respiración, sin nada a lo que aferrarme. Jonay había nacido sin un brazo.

Y ahí empezó su nueva vida, la de todos. La familia de Gloria y de Pitu fue llegando al hospital y, en lugar de darles la enhorabuena por el niño tan precioso que habían tenido y que pronto llegaría a casa, parecía que les daban el pésame.

—¡Mira, mamá, aquí no se viene a llorar! —le dijo Pitu bruscamente a su madre cuando empezó a llorar amargamente a los pies de la cama de Gloria.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Cómo ha sido? ¿Por qué sin brazo? —preguntaban otros sin ánimo de ofender, pero hiriendo profundamente a unos padres que aún estaban haciéndose a la idea.

—Que aquí no se viene a preguntar, ¿entendéis eso? Aquí se viene a ayudar, a darle un beso a Gloria y a celebrar que acabamos de ser padres. Y punto —sentenció Pitu.

Francamente, le daba igual, su mujer y su hijo eran lo primero. Y si algo tenía claro es que no quería que nadie le acompañara en este proceso desde la pena o desde la lástima.

—Hay dos cosas que no soporto, Lucía —me decía hace unos meses—, y si ya me las dicen juntas me matan. Y es «pobrecito» y «qué lástima». Ni pobrecito ni qué lástima. Jonay es un niño sano, no tiene ninguna enfermedad, es más listo que un rayo, corre, juega, anda en bicicleta, se tira en tirolina y es un niño feliz.

Y así es.

Tras quince días ingresado, Jonay salió en brazos de sus padres, ajeno a todo lo que había ocurrido, él había nacido así y no podía echar en falta una parte de su cuerpo que nunca había tenido.

Ese día Gloria recibió un mensaje que recordaría el resto de su vida. Su hermana Pauline, desde Australia, una vez más le acariciaba el alma:

«¿Tú sabes la suerte que tiene Jonay de haber nacido con unos padres como vosotros? Te quiero, hermana.»

Y este fue solo el principio de un viaje que emprendieron Gloria y Pitu hace seis años y en el que Jonay ha llevado prótesis de todos los tamaños, inicialmente cosméticas, es decir, no articulables, hasta que hace dos años por fin llegó la mioléctrica.

—¡Qué contentos estamos, Lucía! Al fin nos han dado la prótesis mioléctrica. Jonay va a ser capaz de hacer la pinza, de mover los dedos de la prótesis. Venga, Jonay, enséñale a Lucía —decía Gloria una mañana en consulta.

Jonay, con apenas cuatro años y con un brazo que pesaba demasiado para él, miraba fijamente su hombro, donde tenía colocados los electrodos y hacia donde tenía que mandar la señal mentalmente para que su mano se abriera y se cerrara.

Por más que lo intentaba, la mano no se abría.

—¡Venga, Jonay, tú puedes! ¡Concéntrate! —le insistía su madre.

—Coge este rotulador —le dije yo.

Pero él inmediatamente levantó su brazo sano y lo cogió entre carcajadas.

—No, hombre, no, eso no vale, pillín —le dije riéndome yo también.

Cogí un coche de juguete que tenía en la mesa y se lo ofrecí. Su madre y yo mirábamos fijamente esa mano articulada con el deseo de que finalmente se abriera...

—Venga, Jonay, piensa que la mano se abre, vamos —le decía su madre.

Entonces Jonay, con su mano derecha sujetó su brazo articulado izquierdo para ayudarse a levantarlo, se acercó al coche y empezó a mirar fijamente su hombro, su prótesis, su mano y, finalmente, tras varios minutos, la mano se abrió.

Recuerdo aquel momento con tanta intensidad que aún hoy, escribiendo estas líneas, me emociono.

Su madre y yo nos levantamos al unísono aplaudiendo:

—¡Bravo, Jonay! ¡Bravo!

Y él se reía observando nuestra exagerada respuesta mientras abría y cerraba compulsivamente su mano izquierda.

Fue un momento mágico que consiguió que todos los viajes en busca de soluciones y luchas contra la Administración mereciesen la pena. En ese viaje de luces y sombras se encontraron con otras familias como ellos y en ese mundo paralelo conocieron a personas maravillosas con las que han aprendido a disfrutar de verdad de la vida. Padres, madres, niños sin un brazo, sin dos, sin una pierna, sin dedos, sin las dos piernas..., todas las posibilidades imaginables.

Todos ellos con un ansia infinita de vivir, con una sonrisa permanente y con algo que no tenemos el resto de los mortales: alas.

Jonay tiene alas y esas alas conseguirán que alcance todos sus objetivos, que no haya nada que le pare, nada que le frene, él es un superhéroe de carne y hueso con un pequeño ángel a su lado que le cuida y le protege, que es su hermana pequeña, Laia.

—El embarazo de Laia lo resumo en una sola palabra: miedo —me confesaba Gloria.

—¿Recuerdas el momento en el que te enseñaron en la ecografía las dos piernas y los dos brazos de Laia? —le pregunté una mañana de confidencias.

—¿Que si lo recuerdo? Me eché a llorar cuando lo vi con mis propios ojos.

—¿Y el parto? ¿Cómo fue? —Me sentía tan cerca de esta familia que necesitaba pasearme un poco más por el alma de esta madre que tanto había luchado.

—Cuando al fin nació, le pregunté a Pitu: «¿Está entera?». Entonces él con lágrimas en los ojos me dijo que sí, me la puso sobre mi pecho desnudo, le acaricié su cuerpo entero y entonces, solo entonces, me di permiso para quererla.

La semana que escribía esta historia de lucha y superación, Jonay empezaba primaria: cole de mayores, patio de mayores, nuevos compañeros, nuevos profesores, nuevos retos y... nuevos miedos también.

Jonay ha de aprender a funcionar igual de bien con prótesis que sin ella, esas son las instrucciones médicas, por ello a veces se la pone y otras va libre como el viento, que es como él prefiere ir. Aquella mañana había decidido ir sin su brazo articulado, era el primer día de colegio y necesitaba sentirse bien. Así que allá fue, con una camiseta de manga corta y su mochila a los hombros. Pitu y Gloria le acompañaron hasta la puerta, estaban nerviosos, aunque no querían que él lo notara. Aún dolían determinadas miradas o comentarios que escuchaban a su paso de vez en cuando en el súper, en la playa o en la misma piscina de la urbanización. En esta ocasión sonreían expectantes, emocionados, ilusionados. Jonay llegó el primero a la puerta del colegio, por lo que decidió ser el primero también de una fila que había decidido empezar él mismo. Y allí se quedó esperando, tranquilo y jugueteando con los pies, con unas piedrecitas del suelo. Sus padres observaban desde la distancia. En unos minutos, la puerta se llenó de niños, algunos mayores que él, que poco tardaron en percatarse de la ausencia de su brazo izquierdo. Y esto es lo que tiene la maravillosa curiosidad infantil, un niño se acercó a su lado y señaló su hombro:

—¿Y tu brazo? —le preguntó.

—Aquí —le dijo Jonay sonriente y orgulloso, levantándose la manga de la camiseta y enseñándole su pequeño muñón—. Aquí está —repitió con una sonrisa más amplia si cabe y levantando sus cejas.

Enseguida el resto de niños se acercó a curiosear y en apenas tres minutos Jonay se había convertido en el centro del corrillo y les enseñaba a todos cómo era su «no brazo» mientras les explicaba detenidamente cómo funcionaba cuando se ponía la prótesis.

Los niños sonreían asombrados, ni uno solo mostró rechazo, tristeza, miedo, ni siquiera pena. Toda una enseñanza de vida para los adultos.

—¡Hala! ¡Mañana nos enseñas la prótesis esa! ¡Qué chulada!

Y así de feliz y orgulloso entró Jonay por la puerta del colegio rodeado del resto de los niños que correteaban y saltaban con las mochilas a sus espaldas.

—¡Tonto el último! —alcanzó a escuchar su padre desde la entrada.

Y corriendo como balas salieron todos en dirección al patio de los mayores. Jonay llegó el primero de todos ellos. Sus padres contenían las lágrimas al ver celebrar su victoria levantando su único brazo, pero volando de felicidad por encima de todos ellos con aquello que solo él poseía: alas.



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