miércoles, 23 de mayo de 2018

Tarde de cine

En la vieja pantalla de aquel cine de barrio
Marlon Brando miraba las piernas infinitas
de Angie Dickinson en un pueblo de TExas,
y nosotros sentíamos los cuerpos muy cercanos
lo mismo que si fueran figuras de película
en un technicolor de dramas y de amores.

Yo andaba por entonces persiguiendo tus labios,
intentando atraparte aunque fuera un instante
en la cárcel del pecho. Me llegaba muy suave
el olor de tu cuerpo, el sudor de la tarde,
y sentía el calor animal de tu piel que rozaba
mi brazo en la butaca de un verano cualquiera.

Sabíamos que era imposible no amarte.
Imposible dejar que tu boca se guera
sin esa sensación del mundo en unos labios,
y la humedad del mar en la saliva tuya.
Y tantas tentaciones que no podían dejarnos
desnudos en la espuma en lo oscuro del cine.

Pro yo, por encima de la carne y la sangre,
sentía que no era más que un pequeño grito,
la soledad de espiga, el torrente de vinos,
el sueño de los versos que nunca habían estado
más allá del cuaderno en el que dibujaba
fugaz un corazón, aquel que te buscaba.

Lenta, muy lentamente, me acerqué hasta tus brazos.
Y, cuando Brando miraba impasible tus ojos,
me rendí en tu cintura y supe que ya nunca
podría amar a nadie como te amé aquel día.
Y en mi mano retuve para siempre la dicha
de tus dedos de espuma que aún conservo esta noche.

Rodolfo Serrano



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