miércoles, 26 de mayo de 2021

Los ojos tristes de la chica más alegre del mundo

 Ella es esa chica que siempre se quiere quedar cinco minutos más cuando ya se han encendido las luces y todo el mundo se va”. Así me la describieron cuando pregunté, y aún no he encontrado una frase más bonita en este mundo.

La sala estaba repleta de gente, pero eso era lo de menos. Ella estaba al fondo, en un rincón junto a la puerta, riendo con una copa en la mano con sus amigas, con un mechón rebelde que por más que se metía detrás de la oreja volvía a escaparse de ahí, y hablaba atropelladamente gesticulando mucho con las manos, y encogía los ojos de una manera preciosa, y era como si fuera la chica de ojos tristes más alegre del mundo.

La sala estaba repleta de gente, gente que quería saber quién era yo, hablar conmigo, aunque yo lo único que deseaba era señalar a esa chica, preguntarle a todos qué hacían ahí mirándome a mí estando algo tan increíble como ella en un rincón.

A menudo las cosas más especiales son las que más pasan desapercibidas.

Me dijeron que eras una chica muy rara, que “necesita cataclismos” para sentirse viva, que no sabe dónde está su camino ni tiene prisa por encontrarlo, que llora cuando siente que la ciudad es sólo algo grande y vacío donde nadie se para nunca a respirar.

Ella es esa chica que siempre se quiere quedar cinco minutos más cuando ya se han encendido las luces y todo el mundo se va”. Así te describieron, y entonces supe que yo había ido a ese local para verte a ti, y no al revés.

Me dijeron que en una escena así dirías una excusa como que tenías que ir al baño y regresarías a la sala que hasta unos minutos antes había estado iluminada y repleta de gente para apreciarla en ese momento apagada y vacía, con el eco aún de lo que fue pero ya no es. Y que pensarías en lo efímero de todo. Y que si en ese momento volvieran por ti bromearías diciendo que se te había olvidado algo, alegarías alguna frase sarcástica, y saldrías de ahí con la sonrisa extrañada de tus amigas sin que lleguen nunca a entender del todo que tú siempre va a ver la belleza en lo roto. Que tú lo estás. Y que en ese momento, en ese silencio, mientras contemplabas esa sala vacía, oías cómo te resquebrajabas. Un poco más. Cada vez un poco más.

Di por hecho que habrías tenido que ser insoportable para muchos chicos. Tu mente, tu forma de ser, tu adicción por la belleza de lo triste a pesar de ser la chica más alegre del mundo. “Cada vez que volvemos de un viaje se pasa dos días hablando solo de lo mismo” me añadieron. Cuando pregunté por qué, la respuesta no pudo ser más dolorosamente bella: “Porque necesita agarrarse a donde no llora. A donde respira. O aunque sea, a donde le duele menos”.

Cuando escuché esto te miré de nuevo, lejos de esa escena, tan ajena a la conversación que se estaba produciendo en ese momento sobre ti. Te miré a la cara desde donde estábamos y lo supe: ni siquiera te conocía, pero me moría por hacerlo.

Tu forma de ser, de sentir, de padecer. Quería decirte que me encantaría acompañarte a todas las fiestas del mundo, pero que cuando llegara el momento de finalizarlas y todos se fueran a casa también quería quedarme contigo allí, sin necesidad de hablar, en el silencio de esa sala oscura. Que quería quedarme contigo allí donde nadie se queda, que no tuvieras que mentir ni que fingir nunca más, que contempláramos en silencio esa sala vacía y que nunca más tuvieras que inventarte excusas para que no te dijeran otra vez lo rara que eras.

“Si tú no le hablas ella no va a venir a hablarte”, me dijeron, justo antes de sonreírme y alejarse para volver contigo. Quien me había contado todo esto era tu mejor amiga, esa que te conoce mejor que tú misma. Caminó los escasos metros que nos separaban de ti, y al verla volviste a reír, y de nuevo se te escapó el mechón de detrás de la oreja, y os abrazasteis, y justo en ese instante tus ojos se encontraron con los míos, y aunque solo fueron cinco segundos, me gusta pensar que en ese momento algo ocurrió. Que sentiste todo, y que comprendiste que, al fin y al cabo, estaba tan perdido como tú. Que éramos iguales, y que la única diferencia entre tú y yo es que yo había aprendido a vivir de ello mientras tú seguías huyendo de ti.

Cogisteis vuestros abrigos, y tu grupo empezó a salir del local. Tú fuiste la última, te pusiste la chaqueta, te sacaste el pelo por encima, y justo antes de salir miraste hacia dentro, pero no a mí, sino a la sala en sí, tal vez imaginando cómo sería cuando estuviera vacía y solitaria, cuando las luces se apagaran y tú te maravillaras por quedarte cinco minutos más.

Y yo me enamoré de los ojos tristes de la chica más alegre del mundo, y dejé que te fueras sin hablarte, porque contigo no tenía sentido mi labia, ni mi facilidad de palabra, ni mis encantadores discursos tan perfectamente aprendidos. 

Tú eras una chica rota. 

Y aun así, solo con el hecho de saber que existías, acababas de arreglarme a mí.



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