miércoles, 4 de abril de 2018

EL FILÓSOFO

Pensaba, por ejemplo, en mitad de la noche:
- ¿Qué es más real, lo que alguien imagina
o lo que ocurre pero nadie ve?
Y sentía pasar la inteligencia por su sangre
como un destello eléctrico.
Todo se iluminaba para cobrar sentido.

Siempre intentó abarcar el mundo con las manos.
Quiso decir: Lo nuevo no se encuentra, se inventa.
Y que toda presión tiene sus catedrales;
que una herida es el ojo que abre en tu piel la muerte,
que hay cínicos que van hacia la luz
sólo por no saber
lo que otros sufren en la oscuridad...
Nada quedaba a salvo de sus ojos.

Lejos de los demás, 
abismado en su círculo de tesis y sistemas,
quizá no llegó nunca a preguntarse 
si al fin el pensamiento no es más que un sucedáneo de la vida
y a veces su rival. Pero si lo hizo,
debió de responder: - Jamás merece ser feliz
quien malgasta sus ideas, se esconde
bajo el árbol sin sombras de lo que se aprendió
pero ya se ha olvidado o busca islas
donde enterrar el oro de la ciencia.
Y después seguiría su camino.

Cerca de la verdad, junto a los manantiales
del bien y el mal, no tuvo a quién decir:
El que esquiva su suerte, persigue su infortunio.
Saber sirve para querer saber.
El cobarde desata lo que el valiente rompe.
Quien no cree en fantasmas, teme a la realidad...
Es posible que fuera una de esas personas
que de mirar tan lejos
terminan alejándose de su propia mirada.

Al morir, los doctores 
le encontraron el corazón en blanco
y una piel sin señales de exceso o de delirio,
vacía de batallas,
pulcra como la arena de un hermoso país deshabitado.
Su dictamen fue simple:
Era un hombre ignorante,
no había conseguido entender nada.

Benjamín Prado



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