sábado, 7 de abril de 2018

VIII

Ahora quiero contarles que esta mañana supe
cómo de un sólo golpe puede ser la tristeza
un cuchillo que cierre el corazón y una llave
que abra la poesía.

Todo empezó una noche, cuando mi amor me dijo:
- Cuenta cómo me ves, descríbeme en tus versos y así
sobré quién soy cuando me miras.


No pude conseguirlo.

Me adentraba en la jungla negra del diccionario
para luchar con verbos venenosos,
nombres llenos de púas,
adjetivos salvajes que siempre se escapaban,
que siempre me vencían.
Caminé por la nieve feroz de los cuadernos.
Volví a mi casa con la piel herida
por un ejambre de interrogaciones:
- ¿Pero de qué manera describiré sus ojos?
¿Vivero de la luz?
¿Suburbios de la luna?
¿Qué le llamo a su boca: biblioteca del beso o fruta submarina?


Cada tarde, ella inventaba la felicidad

igual que el arqueólogo
encuentra la figura de un dios sumando ruinas
o el cocinero corta
monedas de marfil en la manzana.

Yo seguí pensando si llamarle a su pelo
abogado del aire, catarata adiestrada o indicio del león.


Pero entonces llegaron a nadar en mi sangre

los peces del infierno: las sospechas, las dudas;
y el egoísmo puso su puñal en mi mano,
y la herí con verdades crueles y mentiras,
y ella me dijo adiós.

Yo he escrito este poema para recuperarla,
para que no se marche,
para que me perdone.
Porque de pronto, está todo tan claro
y es fácil de explicar:
- Cada vez que me tocas, en mi corazón crecen
los rancios rojos de la alegría.


Benjamín Prado




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