lunes, 22 de octubre de 2018

Biblioteca

Pasé gran parte de mi infancia rodeado de libros. Solía ir las tardes de invierno a la biblioteca pública de mi barrio y allí, refugiado del frío hacía los deberes, reía con mis amigos de clase y descubría un mundo que se convertiría en algo fundamental durante toda mi vida. El mundo de los libros. Allí viaje con Asterix y Obelix por tierras romanas, viví cientos de aventuras con Tintín y el capitán Haddock, con Lucky Like, con aquellos libros de tapa roja de "Elige tu propia aventura" (qué triste fue descubrir más tarde que en la vida real no se puede volver a la página anterior para tomar la decisión correcta). En aquella biblioteca viví otras vidas, una diferente por cada libro que existía.

Una de aquellas tardes invernales entró ella. Yo tenía doce años, ella trece, estaba en un curso superior al mío en el colegio. Cada vez que la veía en el patio pensaba que nunca podría ni llegar a solar con una chica así.

Así que de forma automática comencé a mirarla fijamente cada tarde. Para mi sorpresa, empecé a darme cuenta de que ella me devolvía las miradas, que me sonreía vagamente y con timidez. Pasé enamorado de ella varias semanas, imaginando qué le diría, cómo me acercaría hasta su mesa y le hablaría por fin. Algo que nunca ocurrió, porque un aciago día aparecieron dos de sus amigas del colegio que, al darse cuenta de nuestros juegos, decidieron reírse de mí y un poco imagino que de ella, devolviéndola a la realidad.

Quizás le dijeron que quién era ese crío que miraba tanto, quizás le insinuaron que ella no sería tan idiota como para que le gustara un niño como yo. Al día siguiente no apareció, ni al otro. Pasado un año se marchó del colegio y también del barrio.

No volví a verla hasta hoy, veinte años después, tras la barra de un bar de copas. No tuve dudas, era ella. Después de contarle la historia al amigo que venía conmigo, me obligó a decirle algo, a contárselo. Tembloroso, me acerqué a la barra y pedí una copa. Ella estaba igual. Al darle el dinero le pregunté: "¿Perdona, te llamas Olga?", "¿cómo sabes mi nombre?" me dijo entre sorprendida y alerta. "Es una larga historia", contesté mientras me daba la vuelta y salía del bar hacia el frío de la noche.

Supe que ya era demasiado tarde.

Ya no estábamos en aquella vieja biblioteca.

Luis Ramiro




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