Nadie puede bañarse en lágrimas dos veces
en el mismo aeropuerto.
En la bandeja pongo
el reloj, la cartera, el teléfono móvil
y el cinturón. De golpe
las ordenanzas de seguridad
ayudan a entender la despedida.
Y nada es decisivo,
nada quiere importarme,
ni el fracaso del lunes, ni el misterio del sábado
con sus torpes vestidos melancólicos,
ni el sol de las agendas perdidas en la nieve.
Todo da igual, insisto,
respeten mi insistencia.
No es grave la aduana.
El reloj que mi piden y devuelvo
ha sabido esperar en todas las esquinas
de la ciudad, en los amaneceres
cuando fue necesario levantarse,
y en el último tren,
y en los bares cerrados.
La cartera que entrego no guarda documentos
sino un barrio con álamos y niños escondidos,
la luz en los cristales de un balcón
y las primeras cartas mojadas por la lluvia,
ese agua de ayer que no deshace
letras ni direcciones en los sobres.
No es grave la memoria.
Tampoco se ha quejado
los númros borrosos del teléfono,
porque detrás no existe un restaurante,
un puesto de trabajo, un domicilio.
Ya no cuentan los mapas navegables
en los días de siempre,
y las voces que quedan van conmigo.
No es grave el cinturón. Estoy desnudo,
respeten mi desnudo sin espejo,
y sin manos de nadie,
y sin besos primero al abrir los botones,
y sin piel conocida al lado de mi piel.
Tan sólo dos colmillos sobre mi identidad,
dos heridas pequeñas en el cuello.
La luna me interroga,
¿quién soy yo?,
perdonen mi insistencia,
y no sé contestarle.
Nadie puede bañarse en lágrimas dos veces
en el mismo aeropuerto,
porque siempre hay aviones que despegan desde ningún lugar
y que aterrizan en ninguna parte.
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