Sentado en la butaca del teatro,
espero a que se apaguen las luces y el rumor
de los que llegan tarde.
Me acostumbré a esperar la oscuridad,
como un día de invierno,
como un adolescente que vigila la casa,
las voces y la música en el televisor,
y cuenta los segundos de silencio,
el caminar de los que se retiran
hasta dejarlo solo
con su pequeña lámpara.
Sin padres, sin hermanos,
un cuaderno secreto y un corazón de lluvia,
iba a escribir la historia de mi vida.
Fueron tiempos difíciles.
La verdad se llenaba de ideas tormentosas
y mi noche de páginas en blanco.
No quería escribir
esa parte de mí que no era yo mismo.
Mi secreto fue entonces un cuaderno vacío.
No quise confundir poemas y traiciones.
Los insomnios arañan el silencio,
el teatro forzado de los malos instintos.
Hay envidias, rencores, asesinos,
debilidades frías al pie de la tormenta,
la avaricia y el odio,
la humedad del poder y de los miedos
que van del escenario a las butacas.
Cuando cierro los ojos soy dueño de un desnudo.
Lo que queda sin piel, al otro lado,
ya no me pertenece.
Si no soy el que va por la ciudad,
tampoco soy quien pasa por dentro de mí mismo
con ruido de cadenas
y una noche sufrida en cada paso.
Yo estoy en la penumbra, soy la última copa,
el viento en la orilla,
la confesión delante de los míos,
la puerta que se cierra cuando llego a una casa,
los labios de mi beso, las palabras
que dan cuenta de mí a través de un poema.
La llama del infierno
no responde del pulso herido de mis días.
Sólo soy cuando salgo de los sótanos,
más cierto, más real y menos solo.
Me niego a la impostura
de una verdad que vive sin pedirme opinión,
como una mala voz que sobreactúa
para dejarse oír en una escena
que no le corresponde...
y se convierte en ruido.
Un cuaderno de páginas en blanco
forma parte de mí.
Uno comprende
que los secretos saben la verdad,
y toda la verdad,
pero algo más que la verdad.
Luis García Montero
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