Tú y yo sabemos qué significa la palabra decepción. No es necesario buscarlo en el diccionario porque, de alguna forma, está en nuestro corazón. En todo lo vivido, escuchado y prometido. Sí, es triste y duele. La venda siempre duele, pero libera.
No te culpes por confiar. A veces, las personas hablan mucho, pero hacen poco. Y no es tu culpa.
Vete tú a saber las razones por las que te dijeron que iban a hacer mil cosas que luego no cumplieron. Las promesas que nunca llegaron. Los cambios prometidos que jamás viste. Las incoherencias entre su palabra y la realidad. Los "yo nunca haría esto" que, finalmente, se convierten en un giro de guión y un jarro de agua fría. O, incluso, las palabras escondidas a tus espaldas que se clavan como puñales. Da igual ya.
La decepción supone un lastre demasiado pesado como para catalogarlo cada día dentro de ti. Y, después de todo, ¿no crees que es demasiado injusto caminar con algo tan pesado cuando eres tan libre como tu libertad te permita?
Buscar las razones no está en tu mano, no creo que vaya a aliviar tu decepción y, además, puedes caer en algo peligroso: justificar lo injustificable.
Da igual ya. Sea lo que sea, ya pasó.
Sin embargo, si hay algo que puedes hacer: procura pensar dos veces en quién vuelves a depositar tu confianza. No con la intención de desconfiar (el mundo tampoco tiene la culpa de tu pasado), sino con la de darle la importancia tan grande que tiene la palabra "confianza" y no ofrecerla con la misma ligereza con la que solemos perderla.
De cero a cien, pocas cosas suelen salir bien.
La confianza se gana. Poco a poco. Hecho a hecho. Y ya, luego, si acaso, palabra por palabra.
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