miércoles, 24 de abril de 2019

Llegó el dichoso día


No deje sonar el despertador, aunque era sábado y para mi levantarse a las 9 y media de la mañana, es madrugar. Pero estaba nerviosa. Había dormido un poco agitada, había repasado todo lo que iba hacer y lo que iba decir… estaba esperando este día. Me había dado tiempo a calcular absolutamente todo.

Me sobro tiempo. Desayune más despacio de lo normal, sabía que tenía que llevarme, que iba a ponerme. Actuaba por inercia. Eso sí, me latía el corazón fuerte y alegre. Volvía a mi sitio favorito del mundo después de tanto tiempo... Y me moría por curiosidad por saber que iba a encontrarme.

Como de costumbre, mi hermano no me dejo conducir, asique puse la música alta, muy alta. Más alta que los problemas. Y cantamos. Nos reímos de camino, hablamos de muchas cosas. En fin, nos apetecía pueblo, y se notaba.

Todo el mundo disfrutaba de su semana santa, asique la carretera era prácticamente nuestra. Llegamos en seguida. En un abrir y cerrar de ojos, nos encontrábamos delante del cartel con el nombre de nuestro sitio. Subimos la cuesta.  A la derecha se iban amontonando los coches. Ya había mucha gente. Mi hermano pito, dando aviso de que ya habíamos llegado… fuimos directos a casa. Aparcamos en la puerta y antes de bajar, mi madre abrió para recibirnos. Y al otro lado, un coche, negro. Frena de golpe. Pita. Baja la ventanilla y se escucha una voz ¡venga copón, que llegáis los últimos! Sí, habíamos llegado. ¡Por fin en casa!
Lo primero que pensé nada más bajar del coche fue… ¡joder que frío hace en este pueblo! ¿lo segundo? Me encanta como huele.

El olor a pueblo, a chasca inundo mis fosas nasales. Respiré hondo, sin gota de contaminación y empezó todo.

Era día de paella en el pueblo. Una excusa para juntarnos todos. Es la mejor manera de encontrarte con la gente, hasta con la que no te hace demasiada gracia. Todo el mundo se para a saludar. Se te agotan los besos de tanto repartirlos. Te peleas con las señoras mayores por el asiento. Y los hombres se arremolinan en las ascuas para ser los primeros en probar el forro. La barra siempre está llena y siempre hay alguien que se alegra tanto de verte que te invita a una cerveza. Los niños corriendo, las mamas en grupo vigilando. Que no falten los comentarios de ¡pero qué guapa estas niña! Que oye, es verdad que te suben la autoestima. Y un sinfín de preguntas que dan ganas de no contestar: ¿Cuándo has venido? ¿Cuándo te vas? ¿Dónde te has dejado el novio? ¿Oye y tu abuelo que tal anda? En fin… la vida del pueblo.

A mí las paellas para tantas personas no me gustan. De hecho, estaba sosa y no sabía a nada. Pero me gusta el ambiente. El esperar la cola con mi familia para que nos den la bolsita del pan, los cubiertos y la mandarina. Y que te sirvan el plato. Irme a una esquina con mis amigos y que se rían de mi porque odio las cosas verdes, y no les quede más remedio que darme su parte del pollo si quieren que coma algo. Lo mejor son las rosquillas del postre. Y que todo el mundo se sienta a tomar café en grupitos, con su grupito, y charla. Durante la comida, parece que el pueblo es toda una gran familia. Y eso mola.

Para mí fue un momento de encontrarme con mi gente, gente q llevaba mucho tiempo sin ver. Con la que ha pasado muchas cosas y necesitaba saber en qué punto estábamos. Pero no sé si era la paella, el café o simplemente que estábamos en el pueblo… pero estaba todo bien. Y solo pude ser feliz. Desconecte de los problemas de la ciudad, me olvide de la tensión que me producen los estudios. Deje los amores imposibles a un lado de mi mente. Y disfrute de lo que había.
Coches que llegan, coches que se van. Los abuelillos se suben a echarse la siesta. Los niños se van al frontón a jugar al futbol. Las niñas al ayuntamiento a robar el wifi. El grupo de los mayores, que no se en que momento hemos pasado a ser los mayores, nos damos una vuelta y nos ponemos al dia de los cotilleos. Y como quien no quiere la cosa llega la hora de la cena.

Si hay algo que me gusta del pueblo es ese afán por compartirlo todo. Ya no había paella para cenar todos juntos, pero organizamos una cena de amigos en la nave de alguno, preparamos una barbacoa y llenamos el buche, que esta noche se sale y los sábados santos suelen ser traicioneros.

Como nos gusta una verbena… como nos gusta hacer corrillo para bailar la canción del gallo, seguir todos los pasos del coyote dance o empujarnos cuando suena eso de “ey chipirón, todos los días sale el sol chipirón”. Como nos gusta brindar por las amistades del pueblo, y apoyar el vaso en el suelo, porque “quien no apoya, esa noche no folla” y quizás ninguno lo haga, y el que lo hace, suele ser en secreto intentando algo que nunca se consigue, que nadie se entere. Como nos gusta golpear la barra hasta que el camarero, que seguro que se sabe de memoria lo que queremos, nos sirva. Como nos gustan los pasodobles de manolo escobar, las rumbas y las canciones de skape…

No puedo decir todo lo que baile. Todo lo que bebí. Y mucho menos todo lo que me reí. Disfrute como una enana rodeada de los míos. Se me pasaron las horas voladas y cuando quise darme cuenta era de día y debía irme a la cama. ¡Coño eran las 9 de la mañana! Y me fui con la sensación de siempre… ¡como en el pueblo, en ningún sitio!

Y hoy, dos días después, lo pienso. Lo repaso. Y sonrío. Sonrío porque al final son ellos los que me hacen un favor  a mí. Iba con muchos miedos, iba con muchas heridas, heridas de guerra, que o cerraban, o volverían a sangrar. Iba insegura. Y me di cuenta, de que aquel sitio es magia, que en casa siempre hay soluciones. Y que los enfados allí… siempre se pasan. Asique, al final, me reencontré conmigo misma. Puse el contador a cero. Recargue las pilas y volví a soñar… con las noches de verano.

Belén Triguero Guijarro




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