No deje sonar el despertador, aunque era sábado y para mi
levantarse a las 9 y media de la mañana, es madrugar. Pero estaba nerviosa.
Había dormido un poco agitada, había repasado todo lo que iba hacer y lo que
iba decir… estaba esperando este día. Me había dado tiempo a calcular
absolutamente todo.
Me sobro tiempo. Desayune más despacio de lo normal, sabía
que tenía que llevarme, que iba a ponerme. Actuaba por inercia. Eso sí, me
latía el corazón fuerte y alegre. Volvía a mi sitio favorito del mundo después
de tanto tiempo... Y me moría por curiosidad por saber que iba a encontrarme.
Como de costumbre, mi hermano no me dejo conducir, asique
puse la música alta, muy alta. Más alta que los problemas. Y cantamos. Nos
reímos de camino, hablamos de muchas cosas. En fin, nos apetecía pueblo, y se
notaba.
Todo el mundo disfrutaba de su semana santa, asique la
carretera era prácticamente nuestra. Llegamos en seguida. En un abrir y cerrar
de ojos, nos encontrábamos delante del cartel con el nombre de nuestro sitio.
Subimos la cuesta. A la derecha se iban
amontonando los coches. Ya había mucha gente. Mi hermano pito, dando aviso de
que ya habíamos llegado… fuimos directos a casa. Aparcamos en la puerta y antes
de bajar, mi madre abrió para recibirnos. Y al otro lado, un coche, negro.
Frena de golpe. Pita. Baja la ventanilla y se escucha una voz ¡venga copón, que
llegáis los últimos! Sí, habíamos llegado. ¡Por fin en casa!
Lo primero que pensé nada más bajar del coche fue… ¡joder
que frío hace en este pueblo! ¿lo segundo? Me encanta como huele.
El olor a pueblo, a chasca inundo mis fosas nasales. Respiré
hondo, sin gota de contaminación y empezó todo.
Era día de paella en el pueblo. Una excusa para juntarnos
todos. Es la mejor manera de encontrarte con la gente, hasta con la que no te
hace demasiada gracia. Todo el mundo se para a saludar. Se te agotan los besos
de tanto repartirlos. Te peleas con las señoras mayores por el asiento. Y los
hombres se arremolinan en las ascuas para ser los primeros en probar el forro.
La barra siempre está llena y siempre hay alguien que se alegra tanto de verte
que te invita a una cerveza. Los niños corriendo, las mamas en grupo vigilando.
Que no falten los comentarios de ¡pero qué guapa estas niña! Que oye, es verdad
que te suben la autoestima. Y un sinfín de preguntas que dan ganas de no
contestar: ¿Cuándo has venido? ¿Cuándo te vas? ¿Dónde te has dejado el novio? ¿Oye
y tu abuelo que tal anda? En fin… la vida del pueblo.
A mí las paellas para tantas personas no me gustan. De hecho,
estaba sosa y no sabía a nada. Pero me gusta el ambiente. El esperar la cola
con mi familia para que nos den la bolsita del pan, los cubiertos y la
mandarina. Y que te sirvan el plato. Irme a una esquina con mis amigos y que se
rían de mi porque odio las cosas verdes, y no les quede más remedio que darme
su parte del pollo si quieren que coma algo. Lo mejor son las rosquillas del
postre. Y que todo el mundo se sienta a tomar café en grupitos, con su grupito,
y charla. Durante la comida, parece que el pueblo es toda una gran familia. Y
eso mola.
Para mí fue un
momento de encontrarme con mi gente, gente q llevaba mucho tiempo sin ver. Con
la que ha pasado muchas cosas y necesitaba saber en qué punto estábamos. Pero
no sé si era la paella, el café o simplemente que estábamos en el pueblo… pero
estaba todo bien. Y solo pude ser feliz. Desconecte de los problemas de la
ciudad, me olvide de la tensión que me producen los estudios. Deje los amores
imposibles a un lado de mi mente. Y disfrute de lo que había.
Coches que llegan, coches que se van. Los abuelillos se
suben a echarse la siesta. Los niños se van al frontón a jugar al futbol. Las
niñas al ayuntamiento a robar el wifi. El grupo de los mayores, que no se en
que momento hemos pasado a ser los mayores, nos damos una vuelta y nos ponemos
al dia de los cotilleos. Y como quien no quiere la cosa llega la hora de la
cena.
Si hay algo que me gusta del pueblo es ese afán por
compartirlo todo. Ya no había paella para cenar todos juntos, pero organizamos
una cena de amigos en la nave de alguno, preparamos una barbacoa y llenamos el
buche, que esta noche se sale y los sábados santos suelen ser traicioneros.
Como nos gusta una verbena… como nos gusta hacer corrillo
para bailar la canción del gallo, seguir todos los pasos del coyote dance o
empujarnos cuando suena eso de “ey chipirón, todos los días sale el sol
chipirón”. Como nos gusta brindar por las amistades del pueblo, y apoyar el
vaso en el suelo, porque “quien no apoya, esa noche no folla” y quizás ninguno
lo haga, y el que lo hace, suele ser en secreto intentando algo que nunca se
consigue, que nadie se entere. Como nos gusta golpear la barra hasta que el
camarero, que seguro que se sabe de memoria lo que queremos, nos sirva. Como
nos gustan los pasodobles de manolo escobar, las rumbas y las canciones de
skape…
No puedo decir todo lo que baile. Todo lo que bebí. Y mucho
menos todo lo que me reí. Disfrute como una enana rodeada de los míos. Se me
pasaron las horas voladas y cuando quise darme cuenta era de día y debía irme a
la cama. ¡Coño eran las 9 de la mañana! Y me fui con la sensación de siempre…
¡como en el pueblo, en ningún sitio!
Y hoy, dos días después, lo pienso. Lo repaso. Y sonrío.
Sonrío porque al final son ellos los que me hacen un favor a mí. Iba con muchos miedos, iba con muchas
heridas, heridas de guerra, que o cerraban, o volverían a sangrar. Iba
insegura. Y me di cuenta, de que aquel sitio es magia, que en casa siempre hay
soluciones. Y que los enfados allí… siempre se pasan. Asique, al final, me
reencontré conmigo misma. Puse el contador a cero. Recargue las pilas y volví a
soñar… con las noches de verano.
Belén Triguero Guijarro
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