martes, 2 de abril de 2019

Vivir es ir doblando las banderas

Una casa perdida se cierra lentamente.
Primero falta el sol, que no acude a la cita,
porque su luz es nube que borra los domingos,
las mañanas que llegan como un barco.
Luego mueren las voces, palabras que llamaban 
y repetían cosas muy sabias,
palabras que vivieron una hermosa obediencia.
Así desaparecen los lunes y los martes,
los silencios y el ruido de los coches,
y empieza a ser extraña el agua de los grifos
en el cuarto de baño,
y se van los secretos
para que los cajones se queden sin tareas.
Una casa envejece 
por mucho que se pinten las paredes,
porque hay fotografías que no pueden tirarse,
miércoles de ceniza cansados y andan mal
como electrodomésticos que tienen una fecha.
El presente perdido en un recuerdo
ya no es bueno ni malo,
es un salón de estar,
es un salón de estar
de cojines con flores marchitas, un reloj
detenido en el tiempo que no existe.
Un viernes por la noche
podemos escribir una visita
que llega de otra edad,
y se abren las botellas con amor
y las palabras con el sacacorchos.
Pero resulta luego muy difícil
la mañana del sábado infinito,
cuando los ojos duelen con olor a cerrado,
y amanecen dobladas las banderas
como trajes de invierno
en el armario de los huéspedes,
y un equipaje breve, una maleta con una 
muda y un camino,
es más nuestra que el tiempo 
de las habitaciones que dejamos
para poder seguir.
Y está bien que así sea,
está bien que así sea.
Pero que nadie juegue 
a despreciar la honesta labor de la nostalgia.
La conversación olvidan
que una casa se cierra lentamente.

Luis García Montero


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