Qué difícil está encontrar a gente que merezca la pena. De esa que rebosa alegría y que tienen un don para conseguir que los problemas pasen rápido, logrando así que lo malo nos destroce lo mínimo posible. El problema es que escasean. En el trabajo, en la universidad o incluso en el metro; siempre tiene que haber personas con malas caras, con malas formas o que llevan la competitividad hasta un punto enfermizo.
Y yo me pregunto: ¿para qué?
No me creo que sea tan difícil ir por la vida sin envidia, sin interés o sin tratar mal a los demás. Es más, imagino un mundo en el que todos salen por la mañana con una sonrisa puesta y, aunque a lo largo del día a cualquiera le pasase algo que le hiciese perderla, seguro que los demás, al no ir renegados con la vida, de un modo u otro se la devolverían.
El problema es que pasa justo lo contrario. La mayoría de la gente no es feliz y no sale con esa sonrisa de casa. Salen enfadados con la vida y con ganas de pagarlo con alguien. Y encima ese sentimiento es más contagioso que uno positivo. Es como una epidemia.
Y lo peor de todo es que existen muy pocas personas que sean inmunes.
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