Ver una foto nuestra es como un terremoto.
Primero me sacude aprovechando todo recuerdo querido y doloroso. Empiezo a notar que se me eriza la piel, como cuando entre risas me susurrabas al oído que parase y yo seguía besándote en el cuello, esa parte del cuerpo que consigue que siempre sea un poco más fácil dejarnos llevar.
Después violencia. Rabia. Dolor.
Mi corazón comienza a resquebrajarse poco a poco, como si fuese de cristal. Como si fuese un barco que se está hundiendo y mis sentimientos fuesen sus tripulantes, aplicándose al sálvese quien pueda mientras se pelean por los últimos botes salvavidas.
Vacío. Soledad. Dudas.
¿Estarás tan sola como yo? ¿Pensarás en mí?
Sí. No. Sí. No. Sí. No... Qué más da. Me puedo repetir esto mil veces. Convencerme, tratar de creerme que da igual. Pero no. No me da igual y posiblemente nunca me lo dará.
El lugar donde me besaste por última vez empieza a doler... Tu beso fue como la mordedura de un vampiro: nos conectó para la eternidad. Quiero más de ti. Lo necesito. Quiero volver a sentir eso que tu llamabas amor y yo sentía suicida. Quiero volver a salir contigo de la mano con la promesa de dar la vuelta al mundo, aunque sepa de sobra que mañana me vas a dejar abandonado en la parada que más me duela.
No ha terminado el terremoto y ya no soy ni una sombra de lo que brillé a tu lado.
De repente, la pareja feliz de la foto parece sonreírme. Quizá se ríen de mí, sabiendo que ellos viven en un "eterno juntos" y yo vivo en un "ojalá amor suicida".
Y cuando pasa el terremoto, soy escombro. Soy restos y pedazos de alguien que espera cruzarse con alguien. Unos labios que han olvidado sonreír.
Quizá por eso sangro en letras lo que callo con palabras y grito en papel.
Quizá por eso sigo mirando la foto.
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