A veces llegas a un punto en el que la vida se vuelve un tanto gris. No por nada en concreto, pero sí un poco por todo. Llegas a donde querías estar, y te das cuenta de que no lo querías tanto. Que todo, cuando éramos niños, era más fácil.
Y es que cuando somos pequeños la vida son todo cambios. Vas superando etapas a la velocidad de la luz: colegio, instituto y universidad. Nuevos cursos y retos a los que enfrentarte de manera constante. Cambios. Al principio fáciles, subiendo de dificultad con cada año que vamos cumpliendo. Las primeras decisiones. Las primeras decepciones. Gente que viene, gente que va, y tú en medio, sin tener ni puta idea sobre qué narices pasa a tu alrededor y sin entender el porqué de tanto movimiento.
Luego creces y, cuando sientes un poco lejos la adolescencia, de vez en cuando piensas que ojalá pudiese volver hacia atrás, pero sabiendo todo lo que sabes ahora. Hacer bien lo que hiciste mal. No fallar. Evitar sufrir. pero no se puede. Si no, sería fácil, y ahora eres como eres precisamente por eso, porque nada lo ha sido.
Ya no celebras tanto tus cumpleaños porque te sientes como si estuvieras montado en una montaña rusa, queriendo subir más y más, hasta que de golpe te das cuenta de que estás demasiado arriba, de que sufres de vértigo y, lo peor, de que ya no te puedes bajar.
Y te das cuenta de cómo han pasado los años cuando te pones a pensar en lo lejos que quedan ya series como "Física o química", "Aquí no hay quien viva" o "Los hombres de Paco"; los primeros discos de Melendi y Estopa; o los clásicos en los que los protagonistas eran Raúl, Puyos, Casillas y compañía.
En mi opinión, la vida se vuelve un poco gris porque en nuestra niñez y adolescencia no parábamos de dar bandazos, de cambiar de ideas y de no saber nunca lo que queríamos ser. No parábamos de tener primeras experiencias, de conocernos a nosotros mismos y de intentar cosas. Íbamos a por lo que queríamos sin pensar en consecuencia y de manera irresponsable. Siempre veíamos salidas y planes B con facilidad.
Y cuando ya tenemos veintitantos, y tenemos responsabilidades, ese trabajo para el que tanto nos hemos preparado, un alquiler, facturas y gastos, dejamos de ser irresponsables y locos. Somos lo que deberíamos ser. Y no es que esté mal, pero sí que ya no damos bandazos, ya no pensamos sólo en vivir y ya no intentamos ni la mitad de cosas que antes. La vida se vuelve una línea recta con el dinero como único protagonista. Aburrida.
No es que ser adulto esté mal; pero, a menudo, reflexiono sobre todo lo anterior y pienso:
"Qué rápido ha pasado todo y qué difícil se ha vuelto ser feliz"
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