Cuántas veces necesitabas escucharme gritar «no» para que eso no sucediera. Cuántos empujones y arañazos no debería haber evitado para que te alejaras de mi piel. Me manipulaste, me sobornaste y me obligaste a dejarme hacer (que no a hacer) algo que no quería. Algo que me daba asco. Algo que me mataba por dentro. Fue en el momento que rompiste mi ropa cuando te veía desde el infierno. Y hasta me veía a mí misma gritando (que no de placer) desde lo más alto del techo. Qué asco. Cuántas veces te habrán dicho que hay gritos que piden socorro y no sexo. ¿Hace falta decir que las minifaldas no piden a gritos ser bajadas? No sé dónde estarás ahora, pero sí que sé que eso lo llevarás clavado en tu mente para siempre. Yo no soy culpable, yo no me dejé. Yo confiaba en ti, y tú te aprovechaste de mí. De mi inestabilidad y de mi alma rota. De mi sangre en alcohol. De mis lágrimas.
Ojalá te arrepientas toda la vida de lo que me hiciste vivir. De mi mayor pesadilla. Ojalá siempre tengas que recordarme y verme. Aunque sea desde el infierno.
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