Aún tiemblo si recuerdo ese momento. Todo era perfecto, de verdad que lo era. A gritos. A insultos. Pero era normal. ¿No? Jamás me dejaría en la puerta de casa sin poder entrar. Lo sé. Jamás me pondría una mano encima ni me empujaría contra la pared. Jamás me amenazaría con quitarme todo lo que más quería y con dejarme sin amigas. Ni tampoco insistiría en que le dijera exactamente qué había estado haciendo a las 15:26. Él no era de esa clase de hombres. ¿Verdad?
Eso pensaba yo cuando mis amigas me veían enviar una foto de dónde estaba y con quién estaba hablando. O cuando me decía que no podía tener amigos. «Que no. Que es inseguro», repetía yo. Lo peor es que de ahí, yo me transformé en aquello que odiaba, en aquello que jamás quise ser. Y lo veía como normal. Lo peor es que lo incorporamos a nuestra rutina, y me volví loca. Me miraba al espejo y no me reconocía. Era como si en mí se hubiera reflejado todo el mal. Todo. Hasta que pasó.
Aún tiemblo si recuerdo ese momento. Todo era perfecto, de verdad que lo era. Hasta que me gritó. Me insultó. Y ya dejó de ser normal. Eso no era normal. Me dejó en la puerta de casa, con la bolsa en la acera, sin poder entrar. Me amenazó con grabaciones y fotografías. Me amenazó con quitarme todo lo que más quería y con dejarme sin amigas. Me empujó contra la pared y me dolió. Me hizo daño. Me pegó.
Hasta ese día todo era normal. Pero pasó. Y dejó de ser normal para convertirse en mi pesadilla pero también en mi lucha. Y en la tuya. En la de todos.
Ya no. No más golpes.
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