Todavía recuerdo la primera vez que te vi por el barrio. Se te veía algo perdida. Tan pequeñita y con ese pelo largo y fino tan bien escondido. Tu cara de mala leche, que daba miedo decirte algo.
Pasó el tiempo, te veía algunas veces. La verdad, no es que no tuviera ganas de hablarte: simplemente, me daba un poco de apuro.
Un día te lo dejé caer, que quizá podíamos tomar un café y para mi sorpresa dijiste que sí.
Llegaste con cinco minutos de retraso, tomaste dos y no te los dejé pagar. Fueron varias horas, pero pasaron rápido entre risa y risa. Reconozco que era la primera vez que te veía risueña dentro de esa mirada con tanto dolor. Esa que se te quedó después de que te hicieran tanto daño. Del mental, que duele el doble.
Me contaste cosas que no sueles contar, me dijiste que no confiabas en mí, ni en nadie. Que lo de confiar ya era utopía para ti.
Me demostraste que, pese a todo, tú nunca te rindes. Que mañana será otro día para esforzarte. Para buscar algo de felicidad entre los escombros de tu corazón.
Y cuando te fuiste, tú no te diste cuenta, pero giré la cabeza y te vi caminar mientras cruzabas la calle. Al volverme, me quedé pensando que me encantaría volver a verte. Aunque sé que es casi imposible que des oportunidades.
Y te sigo viendo, sin saber realmente lo que piensas. Pero siempre me alegraré mucho por todo lo bueno que te pase. Que no te mereces absolutamente nada malo más. Y, me olvidaba, eres preciosa. Esa noche la ciudad olía tan bien como tú.
Defreds
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