Recuerdo que, de pequeño, al dibujar con lápiz era de los que apretaban demasiado. Cuando me equivocaba y quería borrar algún trazo, no lograba borrarlo, no del todo al menos. Y por eso siempre me decía a mí mismo que sería la última vez que iba a dibujar apretando fuerte, pero, cuando de nuevo intentaba dibujar algo, me dejaba llevar y nuevamente apretaba demasiado. Al final, tras innumerables dibujos que tuve que volver a empezar una y otra vez, un día comprendí que, sencillamente, soy de los que se dejan llevar, de los que aprietan.
Han pasado muchos años. Demasiados quizá. Siempre tendré envidia de ese niño que un día fui y cuyo principal problema era que cuando dibujaba, al equivocarse, tenía que comenzar de nuevo por apretar demasiado.
Ahora no dibujo, pero he aprendido que el amor es parecido a dibujar. Conoces a alguien, te dejas llevar, lo das todo en cada momento junto a esa persona, incluso la vida con el paso de pocos meses. Y cuando te quieres dar cuenta, el dibujo que es tu vida no se concibe sin los trazos que has realizado por esa persona.
Y, a veces, por desgracia, esa persona desaparece. Quizá por su culpa, por la tuya, porque te haga daño, porque te falle o porque, simplemente, se vaya. El caso es que tú quieres que desaparezca todo rastro de ella. Volver a ser el dibujo que eras antes de conocerla. Pero inmediatamente compruebas que los trazos que has hecho en el dibujo de tu vida, inspirado por esa persona, no desaparecen cuando intentas borrarlos -no del todo, al menos-. No eres capaz de borrarlos porque has amado demasiado, como si amar fuese igual que dibujar con un lápiz.
Por eso dibujar es muy parecido a amar. Si amas demasiado, luego es imposible borrarlo todo.
La única diferencia es que, en el amor, no es tan fácil empezar de nuevo.
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