lunes, 11 de mayo de 2020

Historia en Oporto

Mateo tuvo una infancia más o menos normal. Nació en una familia  madrileña muy sencilla. Su padre se dedicaba por aquel entonces a ser cristalero en el negocio heredado de su abuelo y su madre trabajaba de ocho a tres en una pequeña oficina a escasos cien metros de casa, en el barrio de Vallecas. Eso era algo «lujoso» para ser Madrid, donde todo el mundo se pasa al menos treinta minutos en el metro para llegar al trabajo. De pelo revoltoso y negro y ojos marrones. Delgado y muchas veces inseguro.

Mateo recuerda que en casa nunca había lujos, pero jamás faltó de nada. Ni a él, ni a sus otros dos hermanos, más pequeños los dos. Siempre tuvo la sensación de que a su madre le quedó la espinita de una niña, pero, al fin y al cabo, es algo que por mucho que lo desees no lo puedes elegir. Le encantaba, cuando era un chiquillo, el fin de semana de la fiesta de la Virgen del Carmen. Pasaba muchas tardes de verano en la cama, leyendo libros que su padre le llevaba. Charlie y la fábrica de chocolate, los de Manolito Gafotas y los de pesadillas. Cuando ahorraba unos euros, se daba un paseo y echaba un buen rato en la librería Muga.

—¿Buscas algún libro?

—Cada vez que vengo tengo ganas de llevarme dos o tres, pero la paga no da para más.

Terminó haciéndose «amigo» del empleado más joven e incluso le hacía algún descuento o lo avisaba de alguna promoción.

Los tres hermanos iban al mismo colegio. Ha pasado tanto tiempo que su madre solo recuerda que estaba en una calle que era algo de Los Aires. Salvo en invierno, iban caminando casi siempre. No tuvo las deportivas de moda nunca, pero jamás faltó calzado en sus pies. Le gustaba escuchar música,
incluso todavía tenía un antiguo discman para reproducir algunos CD de su tía que le encantaban.

Como estudiante, no hay nada que destacar. Le costaba horrores estar atento y algunos exámenes los superaba a duras penas y con suspensos de por medio. Un alumno 5,5, más o menos. Un curso repetido. Siempre recuerda que el peor día del trimestre era la entrega de notas en casa. Se pasaba el día rezando para que el tiempo no pasara.

Como alumno, tampoco cabe destacar nada. Casi nunca se metía en líos y, lo que es mejor, tampoco tenía problemas con los demás. Contaba con sus tres o cuatro amigos. No se metían con él, simplemente estaba. Pasaba desapercibido.

Cuando se fue haciendo mayor, muchas veces pensaba que, si pudiera volver atrás, haría algo más por aquellos compañeros que muchas veces acababan con collejas en la cabeza o metidos dentro de la gran papelera del aula. Cuando iba a clase, no era consciente de muchos malos ratos que quizá hubiera evitado hablando con algún profesor.

Tuvo un primer amor que surgió inesperadamente cuando tenía quince años. Una chica de su misma edad que estaba un curso por encima, por culpa de quedarse él uno por detrás. No es que fuera gran cosa, pero nunca olvidó aquel primer beso dentro de una poco iluminada cafetería. Aquellos paseos
de cinco a ocho para no llegar tarde a casa. Les gustaba perderse por las calles de Madrid, besarse en portales. Malasaña, Chueca, Sol. Incluso algunas veces pillaban el metro y dejaban que el próximo destino los sorprendiera. No duró demasiado, pero lo que duró fue al menos especial. Ella terminó volviendo con su anterior novio y le perdió la pista para siempre. Seguro que está casada y con tres o cuatros hijos, viviendo en un piso enorme de la Gran Vía. Con eso soñaba siempre despierta.

Mateo pronto se dio cuenta de que le encantaba todo lo relacionado con la informática. Podía pasarse muchas horas curioseando en internet, descubriendo nuevos trucos. Decidió que, cuando acabara el colegio, buscaría algún buen grado para encaminar su futuro por ese lado.

En el último curso (el de antes de que todo cambiara) seguía siendo un chico tímido, pero cada vez un poco menos. Estaba creciendo rápido sin casi darse cuenta.

Recuerda esa entrega de notas y la inscripción en el ciclo unos meses después. Todavía no era consciente de que aquel día la vio por primera vez. Estaba detrás de él en la cola, pero eso lo descubría más tarde…

2 de octubre de 2007
(nueva clase y el amor)

Como era costumbre, Mateo sabía que esa noche dormiría muy poco y a ratos. Era algo que le pasaba mucho cuando al día siguiente sucedía algo importante. Y vaya si esta vez lo era. Llevaba toda su vida en el mismo colegio, prácticamente con la misma gente y esta sería la primera que vez que tenía que enfrentarse a una nueva clase, unos nuevos compañeros, una nueva vida, con unos estudios diferentes. Lo que más le ilusionaba era que por fin iba a estudiar algo con todas las ganas. La pasión en las cosas nunca faltaría.

Entre las cinco y las seis de la madrugada vio la hora en el despertador unas diez veces. A las seis y veintisiete ya no aguantó más y se puso en pie. Se dio una ducha rápida y tomó a regañadientes dos o tres galletas. Su madre siempre le reñía con lo de «el desayuno es la comida más importante del día»,
pero por la mañana temprano normalmente era incapaz de tomar nada.

Salió de casa sobre las siete y cuarto y por primera vez tuvo que utilizar el metro para ir a clase. Llevaba toda su vida a diez minutos de la escuela. Línea verde hasta Chueca y luego un transbordo más. Unos veinte minutos llenos de nervios y expectación.

Lo primero que recuerda es que la gente era muy distinta. Había dos chicas amigas desde hacía años a las que les quedaban un par de asignaturas sueltas de una carrera y decidieron meterse en el ciclo; un chico bajito apasionado del rock; un hombre mayor que se dedicaba a la venta de muebles; una chica muy alta y muy tímida que casi no hablaba; otra muy bajita de las afueras de Madrid, una chica con los dientes ligeramente separados que vivía muy cerca de su casa; un chaval con una pequeña discapacidad física. Así hasta llegar a los veintidós alumnos en total y algunos extraños profesores. Y entre todos ellos, estaba ella; estaba Lara.

Lara tenía veinte años y una vida un tanto complicada. Sus padres se habían separado hacía mucho tiempo y hacía cuatro o cinco años que vivía con su abuela. Su padre vivía lejos, en Bilbao, y lo veía muy poco. Había aprendido desde muy pequeña a sacarse las castañas del fuego; poco dinero, pocos recursos, pero con una madurez muy por encima de su edad. Por las mañanas iba a clase y por las tardes trabajaba de camarera en un pequeño bar cerca de Moncloa. Muchísimas veces comía en el metro porque iba justa de tiempo. Y otras tantas se quedaba sin comer hasta la noche, que llegaba muerta de sueño. Tuvo algunos novios mayores y quizá algo conflictivos. Hablaba todavía con alguno, pero más como amigos que por otra cosa. Los dos conectaron. Él, quizá por la madurez que tenía ella, y ella, por la dulzura que tenía él. Con la tontería de las notitas en clase empezaron a hablar. Desayunando algunas mañanas empezaron a conocerse. Pronto se hicieron habituales las quedadas en algunas tardes libres de su trabajo. Algún cine. Y
muchos aprobados.

Mateo empezó a sentirse atraído por ella. Pero realmente la veía como una gran amiga, ya que creía imposible poder gustarle. Sin embargo, al menos por esa vez, se equivocaba. Una tarde en el Retiro, después de una risa larga por una broma sobre un bote y un remo, se besaron por primera vez.
Bueno, ella se acercó. Flotó, fue una nube durante días. No se podía creer que ella le hubiera besado, por él mismo jamás lo hubiera intentado. Lo veía imposible, solo imaginaba un rechazo. Su mente desde el primer momento sintió cercanía. Realmente cree que se enamoró de ella desde el principio, pero como jamás hubiera pensado que tendría interés en él, la veía como una amiga.

Y ahí no se detuvo la cosa. Empezaron a quedar más, pronto fueron la noticia amorosa de clase, entre alumnos y entre profesores. La relación empezó como empiezan las mejores cosas, casi sin querer, y se afianzaba con el paso de los meses. Miles de besos, las primeras caricias, el primer placer. Casi sin darse cuenta llegó el final de curso, unas notas mucho más aceptables que años anteriores y una sorpresa: una beca para algunos alumnos para irse dos meses a Portugal, concretamente a Oporto, para hacer un curso de informática y aprender idiomas. Un porcentaje alto lo pondría la Comunidad de Madrid y uno pequeñito correría por su cuenta. Enseguida sus ojos conectaron y vieron una estupenda oportunidad, tanto de aprendizaje, como para pasar unos meses juntos en otro país.

No lo dudaron, reunieron como pudieron el dinero y se apuntaron, junto con otros tres alumnos: Rober, Eva y Rosa.

Rober era un chico de Arganda del Rey. Un poco más mayor que la mayoría de la clase, tenía unos veintiocho años. De ojos claros y pelo corto rubio. Atractivo para las chicas de clase y muchísimo más tímido de lo que debería. Bastante aventurero.

Eva era alocada, directa y muy divertida. Tenía una larga melena rubia y rizada. Su familia era de Vallecas, como Mateo, pero ella vivía con su novio en un piso enano del centro.

Y Rosa era la chica más mayor de clase, veintinueve años. Trabajó durante mucho tiempo y se quedó sin trabajo y decidió hacer el ciclo de informática. Muy bajita y con el pelo casi siempre recogido en una coleta.

2 de julio de 2007
(primer viaje en avión y Oporto)


Llegó el fin de curso sin llamar a la puerta y llegó julio para despedirlos de Madrid. Habían quedado ese día en Barajas a las diez. El vuelo no salía hasta la una, pero decidieron encontrarse todos allí para juntarse y despedirse de las familias. Además, al ser un viaje más o menos organizado, les darían allí los billetes. Lara fue en el coche con Mateo y sus padres. Para sorpresa de muchos, era la primera vez que Mateo montaba en avión. Y más que nervios, le causaba una tremenda emoción.


Mientras el pequeño avión se elevaba, por su cuerpo pasó una sensación de que aquel viaje sería un antes y un después en su vida. Y no se equivocaba.

Al aterrizar en Sá Carneiro, una pequeña furgoneta trasladó a los cinco a sus respectivos apartamentos. Cada uno estaba en uno distinto con gente que asistía a los cursos, pero que eran de otros países. Una buena manera de conocer gente y no encerrarse en sus conocidos, pero, a la vez, una desilusión por no poder estar juntos. Aunque bueno, ya encontrarían la manera de compartir noches, fiestas y silencios. Mateo besó a Lara antes de bajar de la furgoneta, justo al lado de la que iba a ser su casa durante un tiempo.

La casa de Mateo estaba en la parte más antigua de la Vía Catarina. Era amplia y de dos plantas. Vivió allí durante dos meses con un chico vasco y uno eslovaco, que tenían habitaciones en la planta baja, y con dos chicas alemanas y dos orensanas, que las tenían en la parte de arriba. Al rato de
haber llegado, dejaron en la puerta a Rosa. Hubo un error con la organización de los apartamentos y estaría viviendo al menos los primeros días en su misma casa. Dentro de lo malo, una cara conocida para empezar en su nuevo hogar.

Los dos primeros días fueron de adaptación. Tanto en clase, donde no se enteraban de mucho, como conociendo un poco la ciudad, que era nueva para los cinco. Iban juntos a todas partes. A Mateo le encantaba la estación de tren de San Bento. Curioseaba el hall, decorado lleno de azulejos en los que figura la historia de Portugal. También le sorprendió el mercado de Bolhao. Le daba la sensación de que dentro de ese decadente edificio se conservaba la esencia de un Oporto antiguo y de sus habitantes. Un hombre que casi dormitaba dentro de un puesto le contó en un buen castellano que, pese a que parecía que se caía a trozos, era uno de los emblemas de la ciudad.

La noche del 4 de julio decidieron que cenarían fuera y saldrían un rato para tomarse algo por la noche por primera vez. Encontraron un minúsculo y curioso restaurante en una calle empinada. Se llamaba Folias de Baco. El dueño era muy amable, todo era casero y se tomaron una copita de vino de la
misma bodega.

Muchas risas, algunos bailes más tarde y la sensación de que no cambiaban nada de lo que estaba sucediendo.

Nada hasta que llegó la hora de despedirse. Cada uno se fue hacia su casa y Mateo acompañó a Lara hasta la suya. Serían como las cuatro de la madrugada cuando ella le pidió que se sentara un momento en un pequeño portal de la avenida de los Aliados. Quería contarle algo importante, con esos edificios con aire francés delante. No sospechaba que pudiera ser algo malo, más bien al revés. Pero ella pronunció esas cuatro palabras:

—Quiero que lo dejemos.

Fue como si un rayo le atravesara por la mitad. Fueron unos segundos de bajar la cabeza, ganas de echarse a llorar por lo inesperado de la noticia.

—Quería habértelo dicho antes, pero si te lo decía, estoy segura de que no hubieras venido. Y era una oportunidad única.

Mateo no se lo podía creer. Por dentro pensaba: «Nos ha jodido, pues claro que no habría venido, gracias por pensar en mí. Con ironía, claro».

No hubo demasiado tiempo para dar vueltas al asunto, porque a los treinta segundos todo cambió de repente: un grito agudo de mujer, un sonido de un disparo y un par de personas corriendo. No hubo tiempo de pensar en el desamor y echaron a correr de la mano.

CONTINUARÁ…



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