viernes, 28 de diciembre de 2018

Antes de embarcarse en una ilusión compartida conviene aprender a quedarse solo

Las noches son azules
igual que un mar tranquilo de luz civilizada.
En los balcones altos
ya despunta el limón, y cada timbre mueve
el aire de los huertos en la orilla,
y el naranjo es un ruido de ascensores.
Se ha llenado la casa con la tripulación
de los enamorados en los puertos,
de los que están aquí y en otra barra,
de los que son ausencia, pero vienen de paso 
con su copa y sus ojos a las conversaciones.

Cuando suena la música se levantan las velas,
rompemos las amarras,
y la casa nocturna
navega los tejados de sillas y de voces,
de ventanas que rozan los cometas.

Y no está mal dejarse llevar por el alcohol
más exigente, el sueño más intrépido,
la ilusión compartida
que va de labio en labio
igual que una botella.
Como la confianza en el placer,
sin miedo a las traiciones y a los chulos,
se trata, bien lo sé, de no sentir
la humillación de un vino triste.
Es bello navegar con la marea
de olas que repiten
tu casa es mía
y la mía es tuya.

Pero hay viajes que enseñan
a distinguir los coros de los gritos
y a temer las borrascas que disuelven
las voces personales.
¿Quién eres tú?, pregunta
la luna sobre el agua como un rostro
en medio del naufragio
o cuando suenan himnos
después de una batalla victoriosa.

En un rincón lejano busco entonces
una mesa vacía con una silla sola.
Y en trabajada espera,
recuerdo que las lluvias del domingo
sobre las barcas rotas
me dieron su lección de soledad.
Antes de deshojar las palabras comunes,
necesito la rosa de la noche
que tiembla en mi silencio.

Luis García Montero



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