Me gustaba acercarme hasta la lumbre
discreta de sus ojos,
y con ellos me hablaban,
y yo los escuchaba con los míos.
Sus rostros fatigados
eran la parte viva de la historia,
el recuerdo presente
de una guerra perdida, de un secreto
nacido en las montañas de la literatura,
de poetas amigos o enemigos,
de una casa de amor
legendaria en un tiempo de leyenda.
Al dejarme escuchar
y al dejarme cuidarlos,
al revivir con ellos la historia que heredaba,
mía como la luz y la tiniebla
de la ciudad donde fui niño,
los viejos me enseñaron a creer en los jóvenes.
Por eso aprendo tanto
de maestros nerviosos, cercanos a la vida,
que con su ropa extraña, sus mitos y sus deudas,
hoy se sientan conmigo
al calor de la lumbre.
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