Nací como si fuera una tortuga sin caparazón. Esa tortuga que parece frágil, indefensa. Como el que está en la calle en medio de la tormenta sin paraguas buscando un portal. O como el que camina descalzo en una acera invadida por cristales rotos. El que duerme sin descansar.
Y no, no te voy a negar que pasé miedo. Tampoco voy a negar que quise correr y dar media vuelta. Buscar el caparazón donde fuera. Un refugio y esconderme para no salir nunca más.
De repente llovían piedras, golpes dolorosos e injusticias. No existía ningún paraguas que pudiera frenar el golpe. Todo iba sobre mi espalda. Gota a gota. Y gota a gota dejó huella. Esas huellas llenas de dolor que cuando las sacas a la luz aún escuecen y no se curan solas. Porque el tiempo no lo cura todo. Jamás podría sanar esa herida de aguantar acusaciones, mentiras, amenazas y crueldades. Eso queda para siempre, así que supongo que mis enemigos ya tendrán suficiente con eso. Con lo que no contaban era con que yo misma construiría mi caparazón. Mi paraguas. Unos zapatos.
Así que, tortuga, si vas desnuda, no tengas miedo. Siempre hay alguien dispuesto a dejarte su coraza y cubrirte para que no te mojes.
Pero recuerda que siempre estás tú para hacerte fuerte y huir de quien te hiere.
Soy tortuga sin caparazón. Fuerte y guerrera.
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