Qué bonito el primer beso, las caricias que sabían a adolescencia, la primera vez que hizo el amor, que fue bonita pero ni mucho menos la mejor. Qué ternura dos que desean y todavía no saben cómo. Y, claro, llegaron las primeras decepciones. Tragos amargos y otros de ron. Seguidos de nuevos amores, de nuevas tristezas también. De cambios de sitio. Y ahí está, cualquier noche, mirando un poco hacia atrás. Columpiándose en el parque que está detrás de casa, dándose cuenta de que cuanto más pasa el tiempo, entra también más en la espiral de acostumbrarse a no estar con nadie, a notar que nadie le convence. Que quizá un día sí, y tres no. Que igual seis sí y nueve ya no. Y, por momentos, no es que le duela, es que le gusta. Lo prefiere mil veces a estar por estar con alguien, solo porque el mundo lo marque o lo vea mejor. La mezcla de amargo y dulce.
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