Dejé de juzgar números, edades y personas como si fueran objetos. Dejé de mirar para empezar a ver. A ver de verdad. A ver lo que me decían las personas sin hacer caso a todo lo que les rodeaba. Sin etiquetas. Sin números. Sin vestidos largos. Sin prejuicios. Sin barreras que restaran.
No creo que haya miradas con edad. Y por eso cuando conozco a alguien, lo primero en lo que me fijo es en lo que me dice su mirada. No lo que me dice su edad. Ese puto número que no hace más que crear barreras allí donde vamos. Nunca había juzgado a nadie por ser joven, mayor, por tener canas en el pelo y tampoco por tener granos en la frente. Supongo que fue por eso que no encontré nada que me frenara cuando le conocí. Ningún prejuicio. Solo ese miedo que tienes cuando conoces a alguien y no sabes si has confiado demasiados secretos en tan pocas horas. No veía nada que no fuera a alguien mirándome a los ojos con algo de miedo también. Pero fue ese miedo que tienes cuando crees que caes hacia el vacío sin saber que, en realidad, hay alguien dispuesto a sujetarte antes de la caída. No veía maldad. Solo alguien que me escuchaba. Me miraba. Me aprendía. Respetando mis decisiones. Aguantando mis llantos y rabietas. Y no sé qué debió ver él. Pero yo estaba ahí, dispuesta a aprender a vivirnos juntos.
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