Era viernes, como hoy. Julio o yo qué sé. La ciudad a unos cuantos kilómetros de la mía. Colas. Copas. Concierto brutal, de mucho saltar en noche despejada y mucho calor. Y no sé. De cualquier cosa empezamos a hablar. Ya ni recuerdo quién miró primero. Tu nombre sonaba a huracán en pleno verano. Acabamos en un local a doce paradas de metro donde ponían música pop. Besándonos con sabor a tu copa de ron y algunas cervezas. Se nos quedó la tarjeta enganchada en un cajero y ningún taxi nos hacía caso. Nos besamos en el ascensor, nos quitamos la ropa en el pasillo, nos devoramos contra la pared de la habitación. Tu espalda se pegaba más cuando mi boca descendía por tu cuerpo. En línea recta desde tu pecho hasta el ombligo. Mi lengua hizo horas extras mientras tus manos apretaban las sábanas. No recuerdo hasta qué hora se mantuvieron abiertos nuestros ojos, pero había luz por debajo de la persiana. Amanecimos agarrados, no nos importó no desayunar, volvimos a empezar. Y eso sí que era hambre. Era el comienzo de algo, algo que nos unió sin esperarlo. Sin avisar. Algo que nos hizo vivir mucho tiempo sin reloj.
Defreds
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