Podría llamarla «A» o «Z». La verdad es que el nombre es lo de menos.
La chica sin nombre repasa fotos antiguas del colegio. Qué uniforme más hortera. El pelo igual de rebelde que ahora. Ahí a la izquierda sale el chico que tanto le gustaba. Era idiota, pero le encantaba. Se acuerda de las palmeras de chocolate del recreo y aquellos besos tontos debajo de aquel árbol. Lo nerviosa que se ponía preparándose para ir a las discotecas de moda. Por si lo veía bailando las canciones de moda. Con sus amigos todo guay. Y las llamadas a mamá para retrasar la vuelta un poco más. Aquellas copas cargadas que sabían a horrores y las llamadas perdidas al llegar a casa que tenía que interpretar.
La chica sin nombre ha cambiado. En el espejo cada vez se parece más a mamá. Aún le siguen tocando idiotas un poco más mayores. Carga menos las copas y toma muchas ensaladas. Ya no hay hora de volver a casa. Más conciertos que discotecas. Alguna amiga queda, ha cambiado otras. Además algunas llegaron. Le encanta esa ropa color mostaza. El árbol es su cama de 1,20. El pelo tiene otro tono, pero sigue siendo alocado como ella. Ya no es que ya no sean llamadas perdidas, ahora directamente no se llama, va todo por escrito. Quiere más, pero con el doble de sentido. Con el doble de miedos.
La chica sin nombre seguirá mirándose en el espejo después de la ducha. Pidiendo un abrazo por los hombros.
Nunca dejará de contarle a papá qué tal le va. Nunca dejará de escribir sin que nadie lo sepa. Seguirá callando todo lo que duele.
Y ya no usa minicadena. Abre Spotify...
«No llames y vuelvas, no vuelvas y llames... Adiós, amor... no vuelvas a tocarme la piel...».
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