Va el vagón muy lleno. Salgo de Vigo. El tren llega hasta A Coruña, pero yo voy a parar en Santiago.
Unos ancianos hablan sin parar en los asientos de delante. Llevan toda la vida juntos. Han pasado épocas muy complicadas, pero han sacado hacia delante a su familia. Ahora disfrutan de un tiempo que merecen pasando unos días en casa de su hija mayor. Y unas buenas tapas.
Detrás una pareja de dos chicos hablan de lo que les gustaría poder darse besos en las calles sin miradas raras. Esas que no deberían existir si conocieran cómo se miran ellos. Preparan sus mochilas, que se bajan en Pontevedra.
A mi izquierda una chica mira por la ventanilla. De vez en cuando pone esa mirada triste mirando fijamente un folio en blanco donde escribe. Le cuenta a su mejor amiga por teléfono que la han engañado, que siente dolor. No físico, pero sí de pérdida de confianza. El amor se ha acabado.
Unos asientos más hacia delante, dos adolescentes se besan como nunca, probando la miel del primer amor. Sin que les importe nada, ni el revisor, que cansado pide los billetes.
Sube una señora, se sienta a mi lado. Lee un libro. Parece una novela. Se le escapa una lágrima. Me mira y sonríe. «Amé tanto que mi marido se fue demasiado pronto. Pero sé que esté donde esté, me está mirando. Y sé que ningún
día dejó de hacerlo. Yo solo entendía cómo me miraba. No te aburro, que da para una historia».
Sonreí. El resto es precioso. «Su historia es realmente increíble».
Próxima estación: Santiago de Compostela.
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