Iba caminando, divertida y casi feliz por aquella calle estrecha, justo en la acera derecha, al lado de una panadería que olía a azahar.
Llevaba falda, aproximadamente diez centímetros más arriba de la rodilla, me rozaba la pantorrilla con cada zancada grácil que daban mis piernas. Hacía calor y llevaba falda porque era cómoda, porque tenía el vuelo exacto y me encantaban sus pliegues, su color, yo con ella.
Entonces un hombre, mucho más mayor que yo, desde la acera de enfrente justo a mi altura, me gritó: «Lo que haría yo con esa faldita».
Ocurrió así; el hombre apenas sonriente, más bien serio me gritó: «Lo que haría yo con esa faldita» y me miró, con la certeza del que sabe que puede desafiarte. Me miró con lascivia y prepotencia, con la mirada del señor, del dueño, del primero, autoridad, en la pirámide de poder.
Entonces yo, henchida de orgullo, me paré en la baldosa y me giré. Y con cara de soberbia, arqueando una de mis cejas, alcé mi voz prepúber y le dije alto: «No puedes hacer nada con ella, porque ni la mujer ni la falda son tuyas».
Aquel hombre enmudeció. Observé su instantánea sorpresa mientras me giraba. Casi pude sentirla mientras volvía a caminar con el mismo ímpetu que antes por la acera.
Tenía trece años. Acababa de estrenar una nueva falda y eso fue todo. En aquella calle aquel día, sucedió aquello y algo más:
Un hombre comprendió que sus improperios siempre habían tenido respuestas aunque no las hubiera escuchado antes.
Una niña entendió muchas cosas sobre cómo funcionaba todo.
Una niña, a partir de ese momento, decidió no callar ante ninguna de ellas.
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