(Lee la historia de Pedro en Cuando abras el paracaídas).
Pedro sigue jugando al balón algunos sábados por la tarde. Durante muchos años formó parte del equipo del colegio y más tarde en el del barrio. Ahí se quedó la cosa pero jamás fue una desilusión para él.
«Disfruto», eso siempre lo decía. Y con eso era suficiente.
Disfruta, como lo hacía con papá por el campo. Le enseñó a pescar. A saber reírse de uno mismo. Papá tenía la capacidad de enseñarle cosas y entenderlas. Incluso en plena madurez.
Papá, sonrío recordando el día del balón cuando le presentó a Manuel.
«Me alegro, hijo» y le guiñó un ojo.
Pedro y Manuel se enamoraron. Jamás bajaron la cabeza al escuchar nada a su paso. Jamás dejaron de sentirse orgullosos de su amor.
Que ya lo decía papá: «Que el amor no entiende de nada, solo de dos personas que se hacen felices».
Y papá ya no está cerca de Manuel, pero le dejó la receta para que el mundo siga siendo un sitio mejor. Y allí donde esté, seguirá sonriendo.
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