Nos conocimos y tú pensabas que nadie más podría sorprenderte. Tenías demasiada costumbre de ir de clase a casa y viceversa. De cocinar platos ricos para la cena. Y de dar besos de esos que se dan cuando llevas tantos meses que has perdido la cuenta.
Pasamos de usar el móvil dos veces al día a mirarlo cada dos minutos. De dormir poco y pensarnos demasiado. Y cuando pude volver a tener tus ojos delante, supe que eran los míos los que hacían que volvieran a brillar. Vaya luz, y eso que el verano había terminado.
No fueron besos, fueron dos lenguas que jugaban a desearse. No fue mi boca en tu pecho al desnudarte, fue cómo tu piel de gallina me lo contaba todo.
Y te juro que podría haber vivido en tu espalda toda la vida, pero tuviste que marcharte. Adonde no eres feliz, pero nadie lo sabe. Adonde no estoy yo ni tus orgasmos de madrugada.
Y aún tengo la rosa guardada, seca. Como mis ojos, a los que ya no les queda nada de agua.
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