Tras mucho tiempo hablando y deseando en silencio, nuestras bocas se unieron. No era una de esas chicas extremedamente delgaditas. Unas curvas preciosas. Una melena que se le movía con el viento. Un pecho que no dejaba indiferente a nadie. Camisetas bonitas. Si le pillaba un poquito el sol, enseguida se ponía morena, muy morena.
Un día mientras descalza cogía zumo de naranja en la nevera, la besé. Las cosas de encima de la mesa cayeron al suelo. Ni nos enteramos del ruido. La senté encima, para besar su cuerpo entero, mientras ella echaba la cabeza hacía atrás. Desde sus labios hasta sus rodillas. Sin pausa. Sin tregua. Su pecho en mi boca. Mis manos en su piel. De gallina. Creo que llamaron al timbre, pero no le hicimos ni caso. Y ya tumbados en el sofá, mi lengua se perdió entre sus muslos.
Temblaba. Entre orgasmos la noche. Esa que se convertía en día cuando gemía.
No recuerdo la hora, pero qué bonita estaba cuando respiraba mientras dormía.
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