No quiero mucho. Ni pido mucho. Quizá me acostumbre a disfrutar de las cosas pequeñas. Esas que nos hacen tan grandes.
Bailar en el espejo, incluso en esos días en que todo va a salir mal. Cantar (desafinar) en la ducha. Acariciar por dentro de tu pelo. Cocinar platos raros, con restos de todo. Reírme contigo. Hasta que nos duela la barriga de decir tonterías.
Que la gente se olvida muchas veces de hacerlo. Verte descalza por la cocina y desnuda al despertar. El sujetador detrás del sofá.
Descubrir canciones en el Spotfy. Escribir textos malísimos en cinco minutos. Tan malos que parecen directos. Hacer colas para la primera fila de los conciertos. Caminar dos horas por verte cinco minutos. Volver a hacer el Camino de Santiago. Solo quizá, o de tu mano. Los pantalones apitillados y pasar horas eligiendo ropa en el Pulí. Que la Cola-Cola siempre lleve limón y la tortilla cebolla. Ir en el tren con gafas de sol, pero los ojos iluminados.
Que me hagas de rabiar. Que te enfades y se te pase en minutos. Dormir sin despertador y desayunarte sin levantarnos. Los calcetines de colores. Cenar en el casco viejo. Los besos de mi madre. Días con ganas de ordenar los discos por cantante y la ropa en la silla todavía. Y sobre todo te quiero disfrutar, como cosa pequeña. De corazón grande. Y de ojos que no podría explicar con ninguna palabra.
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