viernes, 21 de agosto de 2020

La chica del metro

 Era viernes noche en Madrid. Oleadas de personas llenas de prisa se desplazan hacia todas partes y te hacen sentir partícipe del ritmo de vida madrileño y de su magia. Algo irónico, porque, precisamente, lo peor de Madrid es ese estrés que todos te transmiten con tanta facilidad. Voy vestido de traje y corbata –acabo de salir de trabajar-, algo que me ilusionaba mucho cuando conseguí el trabajo, pero que en pocos días he empezado a odiar. Me parece algo caro, incomodo e innecesario, aunque supongo que no estoy para exigir.

He quedado con un amigo del pueblo en las afueras de Madrid, cerca de donde vive, para irme con él en su coche y así pasar el fin de semana en casa. Ahora mismo me siento un poco nervioso porque es la primera vez que cojo el metro –llevo muy poco tiempo viviendo aquí, y para ir al trabajo no lo necesito-. Voy solo, como todo lo que hago en esta ciudad –aquí estoy lejos de familia o amigos y apenas conozco a nadie-. Al subir al tren, consigo asiento en un rincón. Inmediatamente después, un poco avergonzado por estar rodeado de tanto desconocido, dirijo mi mirada hacia el suelo e intento pasar desapercibido en un vagón atestado de gente.

“Al final no se ha dado mal”, me repito una y otra vez. Por norma general me considero bastante inseguro, y salí del piso con el miedo a equivocarme de tren o a protagonizar una de mis frecuentes torpezas, pero al final no he tenido ningún contratiempo.

Las paradas se van sucediendo y, poco a poco, el metro se va vaciando de gente según vamos recorriendo la línea. La mía es una de las últimas paradas, y ahora, con el vagón algo más vacío, me siento más valiente para levantar la vista y fijarme en las personas que quedamos en él. Quienes más llaman mi atención son un matrimonio joven, que están sentados a mi lado intentando controlar las trastadas de su hijo pequeño, al que ya se le ve en la cara que es un diablillo. También hay dos chicos, de unos veinte años, que van escuchando música, un tanto rara, a través de un altavoz portátil, cosa que no entiendo y que me molesta a partes iguales. Uno de ellos luce una camiseta en la que aparece una foto de Michael Jordan con una de sus citas célebres: “Key to success is failure”. Y, la persona que más me llama la atención, es ella. Es guapa. Guapísima. De pelo negro y uno sesenta y pico de altura, estimo. Lleva una sudadera gris ceniza, unas mallas negras y unas zapatillas de color blanco nuclear. Ella sola ilumina el vagón. Me atrevería a decir que su sonrisa destaca más que la luna llena sobre el cielo estrellado que luce hoy, orgullosa, Madrid. Va acompañada de un chico, supongo que será su novio. Tras deducirlo, siento envidia de él y vuelvo a mi mundo.

Recorremos un par de paradas más, y yo sigo allí, sentado. Pensando en el trabajo, en mis planes de fin de semana y en mis cosas. De vez en cuando le echo una mirada furtiva aquella preciosidad de chica. Observo a la pareja. Llevo un rato dándole vueltas a la teoría de que sólo son amigos. No se han dado ningún beso, no noto muestras de cariño típicas de pareja ni tampoco los percibo muy cercanos.

“Son amigos, son sólo amigos, nada más”, empiezo a pensar aliviado.

En mi cabeza comienzan a sucederse imágenes en las que me levanto, le pregunto cualquier tontería, y nos acabamos presentando. Luego ella me da su teléfono, y quedamos días después para tomar un café y conocernos.

“Qué película me estoy montando…”, pienso mientras me río de mí mismo. Y aunque es una chorrada, el imaginarlo me llena de ilusión.

De repente, todo cambia. A falta de cinco paradas para llegar a la mía, el chico le da un abrazo y se despide de ella. Se baja del vagón. Es mi oportunidad. Mi cabeza se pone rápidamente a planearlo todo. ¿Cómo puedo hacerlo? Algo tan sencillo como un “hola” se está convirtiendo en un plan digno del robo de un banco.

Pienso. Sigo pensando. Y, cuando me doy cuenta, el tren se para. Ya solo me quedan cuatro paradas hasta llegar a mi destino.

Y mientras tanto, algo hace “click” en mi cabeza. Por fin lo entiendo todo. Se puede bajar en cualquier momento, desaparecer y no volver a aparecer nunca más en la vida.

Las puertas del tren se abren.

Lo miro desde lejos, contengo la respiración y comienzo a suplicar, no sé ni a quién, para que no se baje del vagón.

Las puertas del tren se cierran.

Casi no quedamos gente en el vagón, pero sí seguimos ella y yo en él, que es lo único que me importa. La adrenalina invade mi cuerpo. Cada segundo en el que no me aventure a hablarle será un segundo menos. Podría bajarse en cualquier momento. Desparecer, no volver a verla nunca más.

Quiero levantarme y acercarme a ella. Intentar conocerla. No me puedo quedar, una vez más, con la misma puta sensación de siempre; esa en la que me castigo por ser un cobarde al no intentar lo que quiero por temor al fracaso. El problema es que tengo miedo. Demasiado y a todo.

Las pulsaciones de mi corazón se aceleran: cien, ciento veinte, ciento cincuenta… doscientos. Lo noto bombear como si hubiese corrido durante muchos metros seguidos por un león. Y, de repente, miro al chico de la camiseta de Jordan, que también sigue en el vagón. Leo un par de veces esa célebre cita del astro del baloncesto: “Failure is the key to success”, -el fracaso es la llave del éxito-, y reflexiono sobre esa frase durante unos segundos.

Llegamos a la siguiente parada de metro –aunque estoy tan rayado que no me doy cuenta de ello-. Ya sólo me quedan tres. Y a ella espero que las mismas o más.

“¿Qué cojones pierdo por hablarle educadamente?”

De repente, me veo de pie. Andando con disimulo hacia ella. Diría que es imposible, pero no lo es. Mis piernas van solas. “Parad”, comienzo a pensar, pero no me hacen caso. Y, cuando me doy cuenta, ahí estoy, sentado a su lado y con el corazón queriendo destrozar mi pecho con su fuerte bombeo. PUM PUM, PUM PUM, PUM PUM…

-          Hola – le digo con mi voz más temblorosa. La misma que solo recuerdo haber exhibido la primera vez que expuse para toda la clase en la universidad.

-          Hola – responde con cara de sorpresa

-          Verás, llevo un rato observándote desde allí, y me pareces la chica ideal para pedirte un consejo. Necesito una opinión femenina – le suelto la primera tontería que se me viene a la cabeza.

-          Sí, claro, ¿de qué se trata? – responde extrañada. Su cara de sorpresa no se ha ido, pero se muestra simpática.

-          Soy nuevo en Madrid, y quería preguntarte por algún sitio que esté bien para tomar un café con una chica especial – le pregunto improvisando.

Ella me habla sobre un par de sitios interesantes por el centro. Yo se lo agradezco.

-          De nada – me responde mientras sonríe.

Nos quedamos mirándonos y sonriendo sin decir nada durante un par de segundo, en un silencio incómodo en el que sé que me debería levantar e irme, pero no lo hago. Diría que más que segundos parecen siglos.

De repente, el metro para. Otra parada más. Ya sólo me quedan dos.

Observo que ella no se levanta para abandonar el tren, y decido hacerme el valiente.

-          Mira, la verdad es que esto es la primera excusa que se me ha ocurrido para hablar contigo – le cuento mientras saco mi móvil del bolsillo-. Estoy muerto de vergüenza, pero, aunque no sé explicarlo, me pareces una chica especial, y he visto algo en ti que me ha llamado la atención poderosamente. Después, tras hablar contigo, he confirmado que eres interesante y ahora sé que quiero conocerte más.

Ella se pone roja y no dice nada. Se limita a mirarme en silencio.

-          Te propongo algo: si quieres, vamos juntos a uno de los sitios que me has recomendado, y si es tan guay como me contabas todo ilusionada, te invito yo al café – añado.

Justo en ese momento suena la voz del metro indicando que nos acercamos a la próxima parada.

Ella mira al techo, en silencio, pensándoselo durante cinco segundos que se me hacen eternos. Y, sonriéndome, me responde: “vale”. Jamás olvidaré esa cara aceptando mi propuesta.

Le pido su número de teléfono para volver a quedar. De repente, noto que estamos ya parando. Me pongo nervioso y no consigo desbloquearlo con las prisas. Ella me dice: “rápido, me bajo aquí”. El tren se para. Mi torpeza se incrementa y mis dedos no responden con precisión.

Se abren las puertas del metro.

-          Lo siento, pero me tengo que bajar aquí… - me dice con cara de tristeza mientras se levanta y se dirige hacia la puerta del vagón.

Yo también me levanto. La observo mientras se dirige hacia la puerta. Después la cruza y ésta se cierra. A través del cristal, ambos nos quedamos frente al otro; uno dentro y otro fuera. Y permanecemos quietos, mirándonos y despidiéndonos con la mano levantada mientras el tren reanuda su camino y nosotros nos perdemos de vista.

Me queda una parada para llegar a mi destino. Una para darle vueltas a la ya inútil conclusión de que te tenía que haber hablado antes lo de siempre en mi vida

Al final lo único que siento es que el miedo, una vez más, me ha vuelto a ganar la partida.

*Si por casualidad lees esto, aunque fue ya hace años, sabrás que soy yo. Escríbeme, aún te debo un café.



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